Hace casi tres lustros que la canadiense Naomi Klein formuló la «doctrina del shock»: los responsables institucionales aprovechan (o provocan) traumas sociales para llevar a cabo medidas que solo se aceptarían bajo un estado de «shock». Son siempre decisiones que refuerzan el poder de quienes tienen poder y que esclavizan más a los que ya son esclavos. Políticas reaccionarias o, al menos, conservadoras.

Klein ha advertido recientemente que la crisis sanitaria está sirviendo a las élites económicas para avanzar en su hoja de ruta de la desigualdad, y dijo algo obvio hasta para quien tenga más pereza en poner a funcionar su cerebro: «La gente habla sobre cuándo se volverá a la normalidad, pero la normalidad era la crisis».

No me cansaré de repetir que esta última crisis ha sido la gran oportunidad perdida por la izquierda para poner en marcha una verdadera revolución social desde las instituciones. Quienes hayan tenido responsabilidades políticas durante este periodo y no hayan hecho ni dicho nada para cambiar el modelo socioeconómico que tanto daño está haciendo (y más que va a hacer) a las mayorías sociales, tendrán que arrastrar ese baldón por el resto de sus vidas.

A lo que estamos asistiendo es a un repliegue conservador, en el sentido más estricto de la palabra. El problema es que ahí fuera, lejos de los despachos y las moquetas, cada vez hay más gente que no tiene nada que conservar, para quien el mayor riesgo es no arriesgar. Pero sus representantes —que viven, eso sí, mucho mejor— han decidido por ellos que es mejor que se queden como están.

Cuando hablo de repliegue conservador no me refiero a que los gobiernos de izquierdas vayan a ser sustituidos por gobiernos de derechas (que, a medio plazo, también), sino a que los gobiernos que han llegado a serlo con promesas de izquierdas lleven a cabo políticas de derechas, que es mucho peor.

El mecanismo consiste, básicamente, en que la derecha se verá arrastrada por la ultraderecha —ya lo está siendo—, el «centro» tendrá que derechizarse, y lo que llamamos izquierda se consolidará en las posiciones de centro liberal en las que ya está. Esta descripción se parece mucho a lo que teníamos, solo que la crisis sanitaria ha facilitado las condiciones para que la tendencia se consolide, incremente y acelere.

Esa «maravilla» que es el lenguaje eufemístico para que las cosas parezcan nuevas y amables hace que ahora hablemos de «fondos de inversión», que es lo que toda la vida han sido terratenientes y rentistas. Suena más moderno, pero es exactamente el mismo concepto rancio y casposo que consiste en acumular dinero mientras otros se mueren de hambre. No crean que la coletilla «de inversión» se refiere a que van a invertir en ustedes: siempre invierten en ellos.

Lo que la política mal llamada progresista ha conseguido es que la ciudadanía se conforme con las migajas que se les van cayendo a los «fondos de inversión», de tal suerte que parece que tuviéramos que agradecerles no llevar grilletes y que nos permitan comer todos los días. Ahí tienen lo que está pasando con las vacunas: les pagamos a las farmacéuticas la investigación, luego les pagamos el producto terminado en contratos leoninos, se quedan con las patentes, nos las sirven cuando quieren y como quieren, y además tenemos que agradecerles a los gobiernos que sean «gratis» y que nos salven la vida.

The shock doctrine

Que la ciudadanía esté siendo capaz de asumir todo esto de buen grado solo es posible porque la «doctrina del shock» está funcionando como un reloj, y porque veníamos ya de una profunda anestesia general, esa tan ansiada «normalidad».

El repliegue conservador no consiste solo en un desequilibrio de las políticas hacia el lado derecho de la balanza, sino también en robarle a la gente la ilusión de que las cosas podrían ser de otro modo. De ahí la importancia de tenerles consumiendo: mientras consumen no piensan. La «nueva normalidad» será la crisis y la precariedad de la vieja, pero con más horas de televisión y smartphone para reflexionar aún menos. Eso, a menos que la gente recuerde lo que las instituciones se han encargado de que olviden: a tres millones de personas en la calle no las para nadie.