El próximo martes los madrileños irán a las urnas, convocados dos años antes de lo previsto y en martes, para que la gente trabajadora lo tenga difícil para votar. Las encuestas dan en cabeza a Díaz Ayuso, beneficiada porque, al igual que en Galicia, pero por el camino opuesto, ha logrado el sueño del PP: agrupar el voto de la derecha, por una parte engullendo a un Ciudadanos masoquista, con un Edmundo Bal que aspira a recibir las collejas que recibía Aguado; por otra parte Ayuso, con su tocar las narices a Pedro Sánchez, ha seducido al votante que, en otras circunstancias, iría a Vox. Ante esa situación, ese partido ha decidido adelantar por la derecha aunque sea saliéndose de la carretera democrática. 

Lo tenía difícil Rocío Monasterio para situarse a la derecha de una candidata que afirmó que le gusta que la llamen «fascista», pues eso significa para ella «estar en el lado correcto de la historia», afirmación imposible en cualquier otro país europeo (ni Salvini ni Le Pen se atrevieron a tanto). Tocaba hacer realidad lo que, según algunos, trasluce su nombre en siglas: «Violencia, Odio y Xenofobia». Todo valía, empezando por irrumpir en Vallecas (como los unionistas británicos en los barrios católicos del Ulster) para ver si lograban provocar a los vecinos de lo que Vox llamaba «estercoleros multiculturales» poblados por «ratas» e inmigrantes cuya deportación han prometido si llegan al poder. Siguiendo por imitar un cartel de la Alemania nazi, poniendo a un menor extranjero como chivo expiatorio, ya que aquí no hay judíos. Y terminando por, cuando un energúmeno, que seguramente les vote, amenaza de muerte a Pablo Iglesias, a su mujer y a sus padres, negarse a condenar esa carta y decir que es falsa. 

Se empieza deslegitimando al adversario, se sigue criminalizándolo y deshumanizándolo, y algún día de las palabras alguien pasa a los hechos, haciendo el trabajo sucio. Y lo peor es que a veces hasta les sale bien: recuérdesea la laborista Jo Cox, ejemplo de política solidaria y diputada opuesta al Brexit, asesinada por un supremacista británico una semana antes del referéndum. Ganó el Brexit, su principal promotor Boris Johnson es hoy primer ministro, y pocos recuerdan a Cox y sus valores. Hace ahora casi un siglo, el asesinato del socialista Giacomo Matteoti no provocó una reacción de la izquierda, sino que allanó el camino a Mussolini en su marcha hacia Roma. El acoso que sufren Iglesias y su familia, o el ministro Ábalos, insultados por sus vecinos, ha dejado de ser noticia, por ser cosa de todos los días. 

No debería valer todo para conseguir el poder: el cordón sanitario que pide Gabilondo para la ultraderecha, y que la derecha francesa o alemana aplican desde hace años, es visto como una estupidez por el PP, a quién se le ocurre, arriesgarse a perder elecciones pudiendo ganarlas. A la larga es la única solución inteligente pues de lo contrario la extrema derecha termina engulléndote. 

Mientras tanto, Casado, impaciente por llegar a la Moncloa, presenta el previsible triunfo de Ayuso como el anticipo del suyo en un par de años. Casado debe estar cansado, no solo de hacer oposición, sino de representar papeles tan distintos: de dóberman derechista a hombre de Estado que no quiere mancharse con la ultraderecha, para ahora volver a enseñar los dientes y agotar los insultos del diccionario. El pobre Casado no sabe si de mayor quiere ser un Núñez Feijóo o un Abascal: es lo que pasa cuando no tienes personalidad propia y solo una ambición nutrida por tus padrinos (Aznar y Esperanza Aguirre). El PP se descalabró cuando escogió la vuelta a las esencias aznarianas en lugar de la Merkel a la española que representaba Soraya Sáenz de Santamaría. El método Ayuso no suele ser efectivo más allá de la M-30.

* Escritor