Una de las cosas que más me asombra de la sociedad contemporánea es lo poco que se habla de nuestra relación con las imágenes. Es una de las variables que más se han modificado desde la era prehistórica y parece como si siempre hubiéramos convivido con ellas igual.

Cuantitativamente, el hombre primigenio, incluso cuando aprendió a dibujar en las paredes de las cuevas, solo tenía imágenes de su propia visión, de su mente, de sus sueños, del agua como único espejo y las que era capaz de pintar en piedra. El hombre prehistórico pasaba más del noventa por ciento de su vida sin imágenes que no fueran las del mundo real a través de sus ojos o las de su imaginación. Esa cifra se ha invertido: ahora es muy difícil que logremos pasar más del diez por ciento de nuestra vida diurna sin ellas.

Este cambio es muy nuevo. Aunque el trabajo con la naturaleza produjo relativamente pronto una evolución de expresiones plásticas como pintura, escultura, arquitectura y artes decorativas, todas tuvieron durante milenios muchas funciones pragmáticas o ligadas a creencias mágico-religiosas que pretendían devenir efectos prácticos. Del mismo modo, durante siglos, las imágenes, incluso con las artes plásticas muy desarrolladas, estaban vinculadas a quien las producía, a un círculo familiar o a una comunidad muy pequeña: el ser humano no tenía que enfrentarse a imágenes ajenas a su imaginación o a la imaginación de congéneres cercanos.

El gran salto se produce, primero, con la invención de la imprenta en el siglo XV y, sobre todo, con la aparición de la fotografía a mitad del siglo XIX. Pensemos que frente a los doscientos mil años de vida humana en la Tierra, hablamos de doscientos-seiscientos años (0,003%). No me puedo extender aquí en todo lo que ha supuesto este cambio cualitativo, pero baste decir que ahora nos tenemos que enfrentar a diario con imágenes que no son nuestras imágenes, sino que provienen de la imaginación de otro. En muchos casos, de otros muy lejanos, incluso de otras civilizaciones.

Esto tiene una importancia capital en la construcción del mundo contemporáneo. Una de las razones es que imitamos las imágenes, lo que, teniendo en cuenta que ahora pasamos mucho tiempo viendo imágenes que no son de nuestra imaginación, esto significa que acabamos siendo como otros han imaginado. No en vano, la globalización capitalista recibe un impulso extraordinario en paralelo a esos dos grandes saltos (siglos XV y XIX) que he mencionado.

Nada de esto debería ser un problema si tuviéramos conciencia de ello y la mayor parte de la población estuviera formada al respecto, pero no es así. El analfabetismo audiovisual es hoy tan grave, o más, que no saber leer o escribir hace cincuenta años. La mayoría de lo que tenemos que comprender ahora cotidianamente no son textos escritos, sino visuales.

Lo que está provocando esto es que haya élites, cada vez más reducidas, que conocen a la perfección el lenguaje de las imágenes, y una inmensa masa ciudadana casi absolutamente analfabeta al respecto. Y esta enorme desigualdad se ha unido a las ya existentes para convertir los desequilibrios de poder previos a esta era en un abismo insondable.

La imagen se ha convertido en un objeto de consumo, como casi todo. Las fagocitamos, no las pensamos. No somos conscientes de que estamos sometidos casi el cien por cien de nuestro tiempo de vida a imaginaciones de otros. Es decir, a imposiciones de otros. A sus sueños, sus anhelos, sus ideas, su visión del mundo. Una visión que acaba siendo nuestra pero no por decisión propia.

A esto es a lo que llamo totalitarismo audiovisual: la manera en que los poderes políticos y económicos, que pagan a expertos en imágenes para construir nuestros sueños, han logrado que sintamos lo que quieren que sintamos y pensemos lo que quieren que pensemos. Es quizá el totalitarismo más eficaz inventado por el hombre, porque es sutil, incruento y hasta divertido.

Los niños de hoy no están formados por sus padres o por la escuela, sino por los medios de comunicación de masas. Nadie les enseña a gestionar todas esas imágenes, es como si les abandonáramos en una selva desnudos y sin armas. No somos conscientes y mucho me temo que es tarde, porque al menos una generación completa ha crecido ya bajo el signo del totalitarismo audiovisual. 

*Licenciado en CC de la Información