Yo no quiero el don de la ubicuidad ni poder volar ni la invisibilidad, ni siquiera alcanzar la fama y formar parte de los autores que se estudian en los cuadros amarillos de los libros de texto. 

Lo único que desearía con todas mis fuerzas es poder transmitir a mis hijos la experiencia, lo poco o lo mucho que conozco de la vida. Que mis hijos aprendieran lo que ya sé a cambio de tanto: que no se acaba el mundo si te castigan sin recreo porque estés bebiendo agua o te distraes mientras los demás leen, o eso es lo que dices, porque a lo mejor estás preparando la tercera guerra de Playmobil o tienes la cabeza en otra parte, tan dispersa, imaginando un mundo de legos y piratas, con risa de malvado y peleas que siempre acaban bien.

Que lo malo no dura, pero a veces cuando termina, es mucho peor aún. Que las risas no importan, salvo si son las tuyas, y te quedas sin ellas. Que hay que salir de casa habiéndose mirado en el espejo para burlarse de los defectos propios, y así nada ajeno podrá hacerte daño. Y aun así, si notas la punzada de la crueldad, aprender a distinguir que solo daña quien puede, no quien quiere, y que el cariño y la amistad son defensas contra todo. 

Que a pesar del dolor y del miedo, todas las mañanas tienen que ser felices, dentro de un orden, pero felices. Que los viernes son el mejor día de la semana, y a lo mejor se cena pizza, y quedan dos días hasta el lunes. 

Y se olvidarán hasta estos trimestres de hastío y rutina en que no hay excursiones, charlas, teatros ni convivencias con compañeros de otros centros. Que volverán las fiestas de pijama, el fútbol sin mascarilla y el baloncesto sin gel hidroalcohólico. Que no todo será no toques, no roces, lávate las manos, quítate los zapatos. Que sus años perdidos se recuperarán aunque no sean lo mismo, pero los nuestros seguirán pesando para siempre. 

Mi padre nos decía que ojalá pudiera vivir cien veces nuestras vidas para ahorrarnos el dolor, y me parecía un exagerado. Ahora miro a mis hijos, y cien veces me parecen pocas, porque la vida se ríe de quienes hacen planes y el destino se carcajea al lado de quienes hemos tratado de hacer de la risa un escudo, como si fuéramos cómplices en esta burla infinita de creer que serán mejores personas si nosotros aprendemos por ellos. 

Casi es mejor desear la invisibilidad, la fama o el don de la ubicuidad. Cualquier deseo es más sencillo de conseguir que tratar de domar la vida para que la monten nuestros hijos, como si fuera una yegua cansada, lenta y juiciosa y no un potro salvaje, recién salido a un mundo que solo podemos mostrar sin pretender trazar caminos sobre la arena de un tiempo amarillo que una vez fue nuestro.