El resultado de las elecciones a la Comunidad de Madrid supone ante todo el triunfo del ruido, del barro y de las emociones más elementales sobre el contraste de ideas y la opinión informada que deberían regir todo debate democrático.

Ha bastado un eslogan simplón, el de la «libertad», bien fuese frente a un «socialismo» o un «comunismo» que sólo algunos cegados por su ideología, aciertan a ver gobernando España, para que la derecha de Isabel Díaz Ayuso se impusiese claramente al tripartito de la izquierda.

Preciso es reconocer que esta última, con la clara excepción de Más Madrid, tiene en cierto modo ahora lo merecido: la campaña del PSOE sólo cabe calificarla de «desastrosa», con un candidato que parecía no creerse la estrategia que le fijaban desde Ferraz.

Si alguien del bloque de la izquierda acertó fue la candidata de Más Madrid, que hizo una campaña apegada a la realidad

Un candidato desganado y vacilante que recordaba a veces más un predicador en el púlpito de su iglesia que alguien dispuesto a dar la batalla frente a una rival descarada y sin ningún complejo. 

La campaña del PP de Díaz Ayuso en un país donde los bares cuentan más que las escuelas pareció un calco tardío del modelo simplificador y falaz de Donald Trump. Es como si el propio Steve Bannon hubiese estado susurrando continuamente al oído del Rasputín de la presidenta madrileña.

¡Qué enorme error además pensar que una buena parte de quienes votaron un día a Ciudadanos, un partido claramente de derechas en lo económico y enfrentado diametralmente a los nacionalistas e independentistas en los que se apoya el Gobierno de Pedro Sánchez, pudieran hacerlo esta vez por el PSOE!

Que Sánchez entrara además al trapo del PP de Isabel Díaz Ayuso, consistente en convertir unos comicios regionales en un plebiscito sobre la política del Gobierno de la nación fue también una garrafal equivocación de sus estrategas.

Lo que se ha dado en llamar «sanchismo» suscita, hay que reconocerlo, una profunda repulsión en toda la derecha española, desde la neofranquista hasta la ultraliberal, y esto se ha visto claramente en estas elecciones.

Sin minimizar tampoco el rechazo que el PSOE de Sánchez provoca en algunos de sus veteranos y hoy resentidos correligionarios y en parte de sus votantes tradicionales, que parecen echar de menos los viejos tiempos del bipartidismo. 

Pero está también la a todas luces fracasada campaña de Pablo Iglesias, en el fondo más agitador que político, que por fin ha reconocido abiertamente lo que era desde hace tiempo una evidencia: su figura resta más que suma al conjunto de la izquierda. El líder de Unidas/Podemos es objeto de un odio irracional tanto de la derecha y la ultraderecha como de sus corifeos mediáticos, pero tampoco él está libre de culpa por sus contradicciones entre lo que predica y lo que luego muchas veces hace.

Fue además una equivocación por su parte mentar al Rey en la campaña para quejarse de que se hubiese mantenido en silencio frente a las amenazas de muerte recibidas por él y otros políticos de izquierda. Hay que saber dosificar el republicanismo.

Como erró también al contraponer de modo simplista lo de «democracia o fascismo» al «libertad o comunismo» del otro lado. Equivalía a aceptar sin más el marco que interesaban al PP y a la ultraderecha de Vox, y hacerle por tanto el juego.

Hace falta en este país educación democrática y hay todavía en muchos compatriotas una hipersensibilidad a todo lo que pueda sonar a guerra civil, cuyo espantajo agita, sin embargo, continuamente la ultraderecha.

Si alguien del bloque de la izquierda acertó plenamente fue la candidata de Más Madrid, que hizo una campaña apegada a la realidad de esa comunidad con sus críticas constantes al estado de la sanidad, de la educación o a la creciente desigualdad.

 La médica Mónica García demostró en todo momento saber de lo que hablaba y no obedecer sólo a las consignas que elaboran los intercambiables gabinetes de comunicación de los políticos. 

Hizo precisamente lo que tenía que haber hecho, pero no hizo el PSOE, y de ahí que su victoria, con su histórico «sorpasso» a los socialistas, fuese totalmente merecida.

El modelo neoliberal de sociedad del PP de Díaz Ayuso, basado en un feroz individualismo, las bajadas de impuestos y las privatizaciones, no puede sino traer como consecuencia un deterioro de todo lo público y un incremento incesante de la desigualdad. 

Es, sin embargo, por lo que han optado mayoritariamente, engañados o no, los madrileños. Pero, por mucho que diga Díaz Ayuso, Madrid no equivale a España. ¿Lo querrá también un día el resto del país?