Llevo cinco años sin publicar un libro. Escribo a ratos perdidos frases sueltas, anoto ideas, presento a los lectores esta columna que trata de mirar de forma a veces amable, a veces ácida, lo que no queremos o sabemos ver, pero no escribo, yo sé bien de lo que hablo.

No tengo una novela en la cabeza ni siquiera un libro de cuentos. Miento, tengo una novela y muchos cuentos, pero no quiero sentarme a rumiarlos, a tirar del hilo de la urdimbre, porque me da miedo acariciar con el dedo la materia de la que está hecha esta idea, aunque no puedo evitar rozar el hueco donde se esconde, como quien no puede dejar de pasar la lengua por el lugar vacío que antes ocupaban un diente o una muela. 

Estoy en barbecho, miento cuando me preguntan. Yo sé que la siembra está ya hecha, han crecido raíces bajo tierra y late en ella una línea primera que acabará brotando cualquier día. La contengo como puedo, con mil encargos, mil tareas, con la vida que acaba por arrastrarnos lejos de lo que más nos gusta hacer aunque nos duela. 

Quiero y no puedo escribir esta historia que se escribirá sola cuando ella decida. No siempre puede contenerse un río ni hay dique que resista cuando hasta el ingeniero ha diseñado también las grietas. Mientras, ya digo, disimulo como puedo. 

Enredo, me dejo enredar por temas periféricos, y me engaño diciendo que la realidad ya está lo suficientemente teñida de ficción para echar más leña al fuego. Sé que lo que quiero contar no es ficción, pero me dejo acunar por palabras mentirosas que despiertan luego como fieras, en mitad de la noche, cuando llega la hora de la verdad desnuda. 

Mientras, ya digo, miro a mi alrededor y trato de dejarme seducir por esta realidad de textura gomosa que parece cubierta por una sábana translúcida. Miro por ejemplo a mis alumnos de doce años, a los de quince, en los que ya se adivinan los hombres y mujeres que serán si es que les dejan. Han pasado un curso horrible de ventanas abiertas, gorros, bufandas y guantes, guardando distancias, sin excursiones, teatros ni museos. Se han comportado como los adultos que no son, mucho mejor que si lo fueran. Ellos no han salido en los telediarios por la gesta gloriosa de haber sabido comportarse, de aguantar la lluvia gris que les ha caído encima semana tras semana. Los miro con sus mascarillas, sus apuntes, las ganas de comerse el mundo contenidas tras sus carpetas. Hay otros héroes, otras batallas, otras épicas. No escribo ficción pero hablo de lo que veo. Rindo homenaje a nuestros alumnos, a nuestros compañeros. 

La punta de la lengua lame el hueco donde se nota una ausencia que necesita ser contada. La entretengo con estas cosas que son mucho más importantes. Los temas está ahí, en el patio del instituto, en los telediarios, en ese dejarse arrastrar tras una libertad cuya conquista no tiene nada que ver con los que rugen su nombre en vano. 

No escribo pero escribo. Yo me entiendo. Y ese hilo del que tiro ahora no aligera la urdimbre, sino que la hace más pesada, hasta que como un vómito oscuro, sienta la urgente necesidad de sentarme de una vez, deje de mirar el mundo y empiece a contármelo, para entenderlo, para que nada se pierda, para hacer lo que hacen siempre los que escriben, incluso los que no nos creemos escritores, incluso nosotros, los poseídos por el abismo y el vértigo.