Dentro de poco comenzarán los exámenes de la EBAU, la selectividad de toda la vida. Como de costumbre, estaré allí vigilando y luego corrigiendo, trabajo pesado pero que uno hace, aparte de por tener unos ingresos extra (poca cosa, en todo caso) por ver cómo llega de preparado el personal a la universidad. Por curiosidad sociológica, vamos, la misma que me lleva a preguntar a los alumnos, cuando entregan el último examen, qué piensan estudiar, y dónde. Resulta descorazonador comprobar cuántos de ellos van a estudiar fuera de nuestra región, y las estadísticas confirman que vamos a peor. Si hace una década era poco más de un tercio, ahora, según informaba este periódico, el 47 % de los extremeños se va a estudiar fuera, solo superados por riojanos y manchegos, aunque los primeros viven en una comunidad minúscula y a los segundos a veces les cae más cerca Madrid, Murcia o Valencia, según provincia. 

Decía el escritor Albert Caraco, gran admirador (a su manera) de España, que los españoles nos criticamos tanto a nosotros mismos que dejamos sin argumentos a los extranjeros, quienes de hecho (mal que les pese a los independentistas catalanes) suelen tener muy buena opinión de España (y no digamos de sus playas y bares). En esto, los extremeños debemos ser más españoles que nadie. 

Me cuenta una compañera que hay orientadores en los institutos extremeños que aconsejan a los alumnos que se vayan a estudiar a Salamanca o Sevilla con el argumento de lo bonitas que son esas ciudades. Pues Cáceres no es fea, me parece a mí, es más segura que Sevilla, menos fría que Salamanca, y más barata que ambas. En cuanto a los salmantinos, juegan con un doble rasero bastante bajuno: por una parte difunden el bulo de que la selectividad extremeña es fácil y que los extremeños «quitan» plazas en la universidad a estudiantes castellanos, y por otra envían autobuses gratuitos a los pueblos del norte de Cáceres para llevarles de excursión a Salamanca y enseñarles su universidad, en un curioso turismo académico. 

Los estudiantes de Salamanca me recuerdan a esos franceses que declaran que vienen a ver “los museos” de Madrid

Con todo, el argumento más contundente me lo dio el año pasado un muchacho de Cañamero, que me dijo que quería estudiar en Salamanca. «¿Y qué vas a estudiar?», le pregunté. «No lo sé, pero me han dicho que allí hay mucha fiesta». Esa es la madre del cordero, claro. A la bulliciosa ciudad estudiantil que era Cáceres en los años ochenta y noventa se le dio el primer mazazo al trasladar la universidad a un campus edificado en medio del campo, por no decir del páramo, habiendo una docena de hermosos edificios históricos en el casco antiguo que, como el Palacio de Anaya en Salamanca, se habrían podido convertir en facultades, como se podría haber dejado Magisterio donde estaba, edificio ahora reconvertido en el fracasado Instituto de Lenguas Modernas. Y se le dio el golpe, no de muerte, pero casi, cuando se prohibió el botellón. 

Los estudiantes de Salamanca me recuerdan a esos franceses que declaran que vienen a ver «los museos» de Madrid. Más bien los bares, como los jóvenes van a Salamanca por las fiestas universitarias, no por estudiar en las aulas en las que enseñaron Fray Luis de León, Francisco de Vitoria o Miguel de Unamuno. En cuanto a calidad docente, Cáceres o Badajoz no tienen nada que envidiar a Sevilla o Salamanca: no hay más endogamia que en esas universidades; de hecho, hay menos. Y por poner un ejemplo, en el ramo que conozco, de los tres premios de investigación literaria más importantes de España (el Gerardo Diego, el Amado Alonso y el Ángel González), el primero lo han ganado tres profesores que se doctoraron en Cáceres, el segundo dos, y el tercero uno. ¿Doctorados por Salamanca que hayan ganado alguno de esos premios? Ninguno. Al menos en esto, el resultado es inapelable: Cáceres 6, Salamanca 0.

* Escritor