La pandemia ha vaciado los bolsillos de muchos ciudadanos. Las restricciones y limitaciones han abierto agujeros de grandes dimensiones en las cuentas de resultados de sus negocios. 

Bastantes familias han visto mermados sus ahorros por la pérdida del empleo de uno o varios de sus miembros. Paralelamente, las colas del hambre no han dejado de crecer. La realidad económica del país no tiene nada de halagüeño. Y, si bien las vacunas pueden suponer un revulsivo para la recuperación, los daños que el mercado y la economía familiar han sufrido no permiten prever una vuelta al estado pre-pandémico en un corto espacio de tiempo. 

El análisis de nuestro presente, y la búsqueda e implementación de medidas para revertir la traumática situación es, sin duda, crucial. Y no se oculta a ojos de nadie. Sin embargo, hay otros asuntos, sobrevenidos a lo largo de este trágico año, en los que, quizá, no estamos reparando. 

Porque lo de los bolsillos vacíos no es solo una figura retórica para retratar la nueva crisis económica sino, literalmente, una descripción de la drástica reducción del dinero contante y sonante que llevamos en nuestras carteras. La pandemia ha acelerado el proceso de desaparición del dinero físico. 

Las compras por internet se han multiplicado, los pagos con tarjeta se han generalizado y las transacciones a través de aplicaciones móviles se han popularizado. Al mismo tiempo, los bancos han comenzado a exigir más requisitos para no pagar por servicios que eran gratuitos, a limitar la atención al público, a despedir a trabajadores y a cerrar sucursales. Y tratan de convencernos de que hacen todo esto para reducir la huella de carbono (sic) y para prestar los servicios de una manera más cómoda, cercana y eficiente. 

Pero lo cierto es que, en un contexto de crisis y depauperación generalizadas, ellos están maximizando beneficios, reduciendo costes y logrando el control absoluto sobre nuestras finanzas. Y nosotros nos estamos acostumbrando a que un billete de 20 euros nos dure un mes en la cartera. El horizonte distópico hacia el que nos dirigimos, con esta hegemonía del dinero virtual, nos acercará, si los organismos reguladores no lo impiden, a la incertidumbre de criptomonedas como el Bitcoin, que se devalúan con la mera declaración de un magnate. Si llegase ese mal día en que el dinero solo fuese ya una cifra en una pantalla, el fruto del esfuerzo, el trabajo y el ahorro de años podría volatilizarse en segundos. Por eso, uno no alcanza a comprender cómo nuestra civilización compra una mercancía averiada que nos hurtará conquistas antiquísimas, como la del uso de la moneda metálica y del papel moneda. Estamos a un clic de volver al trueque y a la caverna.