Puede que algún socialista no comprenda la decisión del partido de expulsar a Joaquín Leguina y a Nicolás Redondo. Pero, sin necesidad de recordar cuál ha sido su opinión (indisciplinada, por supuesto, pero sobre todo indisciplinaria) sobre algunas decisiones de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno (las más recientes, los acuerdos con ERC y con Bildu, por ejemplo, mal llamados «pactos»), bastará con entender lo que han protagonizado ahora con las elecciones de Madrid.

Se dirá que fotografiarse con Isabel Díaz Ayuso durante la campaña electoral no significa nada. Bueno, es mucho decir, pero es cierto que puede disculparse, al menos en parte, porque la presidenta Ayuso tenía prevista la visita que hizo el 22 de abril a la Fundación Alta Tecnología, de la que Redondo es presidente y Leguina patrono, y se sabía que fotografías iba a haber, por supuesto, y más estando en campaña. Y Nicolás Redondo, como presidente de la fundación, difícilmente podía ausentarse, evitándolas, pero no así Leguina, cuya ausencia solo la habría notado Ayuso, comprendiendo, además (este no traga). El problema es que también hubo palabras, discursos por ambas partes, más algún que otro elogio mutuo. Y destacó el elogio que Ayuso hizo de Redondo y Leguina: «Son ejemplos de socialistas, de estar siempre al servicio de los demás». Pura adulación, desde luego, porque si hubiera sido ironía, de tan descarada, se hubiera notado (la ironía se nota enseguida, siempre). Pero lo sorprendente, y lo que no tiene disculpa fácil por más que se aluda a la obligada cortesía, el protocolo, etcétera, fueron los elogios de Leguina y Redondo, que, en lugar de optar por lo convencional, la mera formalidad, sobre todo teniendo en cuenta el contexto electoral, se comportaron como si no estuvieran ante una rival política. Es decir, de ellos se hubiera esperado cualquier cosa menos declarar que «Isabel no es una retrasada mental», como hizo Leguina (encima con familiaridad, tuteándola), o afirmar que “Díaz Ayuso es una buena persona”, como hizo Redondo, cuya sinceridad al decirlo no podía negar. 

Suficiente para que no estén en el partido. Más exacto: suficiente para que el partido los expulse, pues se trata de castigar el comportamiento, incluso públicamente, ya que castigar la traición es también prevenirla, según el otro fin de toda condena. Y, aunque lo ocurrido en el Ayuntamiento de Madrid, donde los socialistas se han opuesto (los únicos, téngase en cuenta) a la medalla de la ciudad al escritor Andrés Trapiello, por un lado, y a que un teatro importante lleve el nombre del actor Enrique San Francisco, por otro, pueda interpretarse como una coincidencia que acalla o incluso tapa la expulsión, lo cierto es que, en realidad, la complementa, porque la decisión de los socialistas del Ayuntamiento de Madrid es también moralmente justa: respecto del escritor, «porque no se puede premiar el revisionismo de la historia que él representa», como ha explicado Mar Espinar, portavoz de Cultura, y, respecto del actor, por su difamación del Gobierno durante la pandemia, declarando, por ejemplo, a propósito de las restricciones, que «estamos viviendo en una dictadura: sufrimos una falta de libertad que no se ha visto en la vida».

Tal es la ejemplaridad socialista. No solo no rehuye ni oculta vergonzante una expulsión difícil, aunque necesaria, sino que tampoco titubea a la hora de denunciar (aun quedándose sola en la denuncia, dignamente) la superioridad moral de algunas celebridades de izquierdas.