Leo en la prensa que «el mejor bocadillo de autor cuesta 10 euros». Avanzo en la lectura para saber qué ingredientes lleva (suficientes para dar de comer a una boda) y, sobre todo, para tratar de descifrar el significado del sintagma «de autor» aplicado a un bocadillo. Y descubro que se trata de un producto elaborado por un cocinero de primer nivel. Pero su obra podría citarse, de forma castiza, como «un bocadillo hecho con mucho arte», un bocadillo para chuparse los dedos» o, por decirlo sin finuras, «un bocata cojonudo». 

Este lenguaje, directo y expresivo, huérfano de lirismo, no parece tener encaje en estos tiempos «de autor». El lenguaje modelno que emplea la hostelería no conoce límites. Para empezar, por ¿qué decir «hostelería» si puedes decir «restauración», que tiene más solera y además procede de la Revolución Francesa? Por ende, los cocineros ahora son restauradores y la nueva cocina se pronuncia nouvelle cuisine.

Es cierto que algunos cocineros, chefs, restauradores (llámenles como les venga en gana) son unos artistas, al nivel de grandes pintores, escultores o escritores. Tan seductora me resulta la cocina vanguardista como la tradicional, y tan grata experiencia para el paladar puede suponer la famosa espuma de humo de Ferran Adrià como los huevos fritos con chorizo de la abuela. 

Lo que me parece bastante menos plausible es ese lenguaje excesivo, cursi y empalagoso, propio de cierta gastronomía aristocrática de hoy, que pretende vendernos el pisto manchego de toda la vida como una «hermandad de hortalizas en un abrazo de tomate», el cocido madrileño como «ramen castizo en tres actos» o los pimientos de Padrón con jamón como «ruleta rusa de pimiento spycyxplosion con speck de nuestra tierra». 

Nunca me gustó el lenguaje empalagoso en la literatura, y no veo motivos para hacer una excepción con esta gastronomía de verbo prolijo y, a veces, ridículo.

*Escritor