«No es el momento el que crea al hombre, sino el hombre el que crea la época…» dijo Oscar Wilde. Una sentencia que se acopla como un guante a lo que flota en el aire y además es la opinión de un maestro que esculpía a su antojo el mármol de la hoja en blanco.

Chopin es otro de esos artistas que cincela las emociones con tal pericia, que hace derramar lágrimas por tristezas que nunca hemos conocido. Debe ser que el verdadero arte no expresa más que lo que somos y llevamos dentro. 

¿Concluiremos pues de ello, que vivimos presos de tales vibraciones musicales o cautivos de un Wilde que era todo color?

Un poco de esto hay. Nos sentimos dulcemente encadenados al Oscar imponente que consideraba como artes supremas, la vida y la literatura. Para Wilde, «las cosas existen porque las vemos, y lo que vemos y como lo vemos depende de las artes que han influido sobre nosotros». 

No en vano Harold Bloom, uno de los críticos más voraces de nuestro tiempo, le llamaba el «divino Oscar», ruta obligada en cualquier mapa de lecturas.

Y qué decir de Bloom, que denomina «alma solitaria» al lector; pero no al lector como si fuera un ser social, un lector que inadvertidamente consume noticias, o compra libros para llevarse a la playa; no, Bloom se refiere a otra clase de lector: el del yo profundo, el que se tumba sin prejuicios entre los almohadones de su recóndita intimidad.  

Me interesa destacar de Harold Bloom su confesión acerca de la poesía. En un momento determinado de su trayectoria se declara «álogo», o sea reacio a la filosofía, y proclama abiertamente sentirse un hombre «enamorado de la poesía de William Blake y Hart Crane». 

El asombro de la poesía, ¡otra vez que viene en nuestro auxilio!… es como si todo, en estos años de feísmo y desencanto nos llevara a ella para procurarnos el sustento necesario, la medicación, el alivio. Inútil no admitir que la poesía es de las pocas cosas que consiguen agitar las agujas de nuestra brújula sentimental.  

Leer repara nuestra soledad, pero leer poesía la remedia para siempre. La poesía nos enseña a no tener miedo a esa altura envuelta en marfiles deslumbrantes que es la soledad. Algo que certifica Bloom, «cuanto mejor leemos, más solitarios nos volvemos».

"Leer repara nuestra soledad, pero leer poesía la remedia para siempre. La poesía nos enseña a no tener miedo"

Cada quién busca sus razones para adentrarse en la lectura, ya sean recreación, sabiduría, evasión, afición… Pero, ¿y en el acto de entregarse a la poesía?, ¿qué es aquello tan profundo qué buscamos? Yo digo cobijo. Y digo luz que contrarresta los plomos de Venecia.

Esta semana resonaba como campana en domingo, la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana a la poeta portuguesa Ana Luisa Amaral, la que no puede vivir sin Pessoa, la que escribe poesía por placer y angustia, la poeta que atraviesa con sus versos tiempos y lugares. Amaral no nos queda lejos, es lisboeta y por eso la entendemos tan bien cuando dice: «la poesía es tierra de nadie con gente dentro». 

Y una se imagina ya camino del Algarve, o contempla la placidez de Évora, Estremoz, Beja, Portalegre… azucarillos blancos moteando el Alentejo. Huele a verano detrás de esta palabra. Como la propia Amaral diría, «detrás de la costumbre de los nombres, está el libre aroma de las cosas».

Y una espera quieta, a que la poesía obre su efecto curativo mientras respira el insubordinado aroma de Amaral, que es como decir Portugal.

No adultero nada al decir que la poesía es la ambulancia que nos salva de un infarto por feísmo y desencanto, pues al crearnos otros mundos, dejamos de habitar en este tan real y estrafalario, tan lleno de innecesarias hostilidades. 

La poesía es un lápiz con el que vamos pintando el aire. 

Es esta irritante necesidad de inviernos, de árboles y lirios sobre los que descansar la huida.

* Periodista