La paciencia extremeña parece no tener límite. Cierto es que criarte aquí te enseña desde muy pequeño a lidiar con las prisas, a entender que lo inmediato no está siempre al alcance de la mano.

Siestas eternas en verano, sin dormir, solo esperando a que nos dejasen abrir la puerta para salir cuando el sol ya no abrasaba, solo quemaba.

Viajes interminables, largos de solemnidad, para no llegar demasiado lejos. Estoy seguro de que el primero que dijo eso de «el viaje forma parte de las vacaciones» fue un padre extremeño sin respuesta al «¿falta mucho?» que le espetaban con insistencia desde los asientos de atrás.

Esperar la llegada de los sábados para tener la familia al completo, porque si prisas no había, trabajo menos.

Las cosas que no elegimos son las que verdaderamente nos definen, y en Extremadura elegir que las cosas sean rápidas casi nunca ha estado entre las opciones posibles.

No porque pensemos que nuestro tiempo vale menos, o porque decidamos vivir bajo las premisas de eso que en las grandes urbes ahora llaman «slow-life», en la última romantización de lo rural.

No, nada que ver con elegir. Porque elegir es precisamente lo que nos llevan negando mucho tiempo. La paciencia extremeña tiene mucho más que ver con resignación que con preferencia.

Y con resignación es como hemos encajado las últimas declaraciones del ministro Ábalos. El miércoles pasado, aún con los ojos engurruñados para poder atisbar el lejano pero próspero 2050 que nos acababa de prometer el presidente Sánchez, nos anunciaba que se acababa la espera, que el viajar despacio en Extremadura tocaba a su fin.

El miércoles, todo un señor ministro, nos dijo a los extremeños que íbamos a ser unos privilegiados al convertirnos en la primera comunidad autónoma que tendría sus principales ciudades conectadas por AVE.

Por supuesto no concretó cuándo, ni a cuáles se refería al decir las ciudades más importantes. Pero es lo de menos, por suerte o por desgracia, de esto entendemos ya un poco, y casi cualquier extremeño sabe que todavía falta mucho para ver un tren circular a Alta Velocidad (entre 350 y 250 km por hora) por Extremadura.

También sabe casi cualquier extremeño que ni Cáceres, Plasencia, Navalmoral, Badajoz o Mérida tienen resueltos sus accesos de Alta Velocidad.

Lo de más en todo esto, es que sabemos que es mentira, pero no nos parece tan grave. Quizá porque hemos normalizado las promesas incumplidas, los compromisos rotos o la palabra dada que no fue. O quizá porque nuestra paciencia es infinita, tal y como nos enseñaron de pequeños.

Yo no lo creo. Creo que algo se rompe un poco cada vez que vemos a un ministro reírse mientras anuncia inversiones en Extremadura. Porque sabe que no llegarán.

Creo que la paciencia se está acabando, que ya no valen las palabras, que necesitamos hechos.

Porque esto va de nuestra gente y del sentimiento de desigualdad que ahora mismo sienten por el simple hecho de habitar en esta tierra.

Los que aquí vivimos no queremos sentirnos diferentes, especiales o privilegiados. Somos una parte, ni mejor ni peor, de algo llamado España. Y estoy seguro de que nada alegraría más a un independentista de cualquier región de España, que el hecho de que los extremeños también eligiésemos «sentirnos especiales».

Algo se quiebra cada vez que un extremeño que cumple con sus obligaciones ve como el premio va para otros que no cumplen. Algo se resquebraja cuando nos piden comprensión y paciencia a aquellos que llevamos aguantando de rodillas toda la vida.

Durante muchas décadas ya en democracia, ningún gobierno ha conseguido que Extremadura tuviera las mismas oportunidades que el resto del país. Y las sonrisas del ministro y el presidente al hablar de Extremadura no nos hacen pensar que nuestra suerte vaya a cambiar.

Quizá ha llegado el momento de exigir respeto y reivindicar lo que nos pertenece por derecho, en lugar de rogar por las migajas.