Hay escenas de películas que consiguen plasmar en segundos la complejidad de la naturaleza humana. El inicio de Tesis, la opera prima del laureado Alejandro Amenábar, es una de ellas. Arranca con un suicidio en el metro de Madrid. Una persona salta delante del tren y la protagonista, dividida entre el horror y la curiosidad, se tapa la cara con la mano pero no puede dejar de mirar. Algo así nos sucede a todos desde que el pasado jueves por la noche se confirmara el peor de los desenlaces posible con la aparición del cuerpo de Olivia, una de las dos niñas secuestradas por su padre y presunto asesino, Tomás Gimeno, el pasado abril en Tenerife. La historia es tan horrible y sobrecogedora que es difícil de digerir, pero a la vez tiene irremediablemente ‘enganchado’ al respetable, que consume el minuto a minuto del caso, dividido entre la pena y el morbo. 

Y sí, está muy bien el aluvión de empatía y de rechazo que ha inundado las redes sociales, pero lo mismo hacen falta menos golpes de pecho y menos plañideras, y más acciones y concienciación para poner fin a esta lacra que es el maltrato a menores. Porque aunque es cierto que esta última tragedia es pura violencia vicaria, al ser el móvil del presunto autor de la muerte de sus hijas dañar lo más posible a su expareja, Beatriz Zimmermann, las víctimas ‘colaterales’ han sido dos niñas inocentes. Los hechos ponen en evidencia que además de a las madres, también hay que protegerles a ellos, los hijos de esas parejas rotas que se convierten en herramientas de extorsión y tortura. Lo hemos visto otras muchas veces. Casos como el de José Bretón, David Oubel o José María Maciá, que evidencian esa instrumentalización’ de los pequeños.

Sus muertes en estos contextos se consideren consecuencia del machismo, porque lo son. Pero este último doble asesinato es el mejor recordatorio de que hay que darles su lugar propio y buscar su prevención; de ir más allá y mirar de frente a esa imagen más global y aterradora que es la violencia contra los menores. Y plantear que no todos los padres o madres son aptos para su cuidado por el mero hecho de ser sus progenitores. Según el Registro Unificado de Maltrato Infantil, una media de 37 niños y niñas son víctimas de malos tratos en el ámbito familiar. Y la Plataforma de Infancia apunta que en los últimos siete años en España, más de cien niños fallecieron por agresiones a manos de sus cuidadores. Son historias con nombres y apellidos que se atragantan en los sentidos y que deberían sacudir los cimientos de todo cuanto nos rodea. 

Casos macabros y oscuros que nos recuerdan que el mal existe y no está tan lejos como nos gustaría pensar. Como el de Amiel e Ixchel, de tres años y medio y seis meses, que murieron tras recibir multitud de golpes durante la madrugada del 13 al 14 de abril de marzo de 2019. El conocido como ‘crimen de Godella’ se saldó la semana pasada en los juzgados con tres años y medio de cárcel para los padres, Gabriel y María, por su asesinato. Pero hay muchos, muchos más. La hemeroteca nos da una bofetada de repugnante realidad y nos obliga a afrontar que hay algo podrido en una sociedad en la que hay adultos que infligen premeditadamente daño a sus propios hijos o les arrebatan la vida, mientras el resto mira hacia otro lado, dejando a los más vulnerables indefensos y expuestos. Y hace falta altura de miras y responsabilidad para poner en ello el foco y buscar soluciones, dejando a un lado la lucha de sexos o las ideologías políticas.

El pasado 5 de junio se publicó en el BOE la Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y la Adolescencia frente a la Violencia. Ojalá esta normativa tan esperada y necesaria ponga fin a la masacre de vidas inocentes. Porque la actualidad nos recuerda implacable que hacen falta mecanismos de protección eficientes que se activen de forma inmediata al más mínimo indicio de que la integridad física o mental de un menor está en riesgo. Hay que evitar a toda costa que haya más casos como el de Olivia y Ana, o el de Amiel e Ixchiel. Tenemos que cambiar el ‘no lo vi venir’ por el ‘prevenir antes que curar’, porque sólo así construiremos una sociedad más segura y digna para nuestros niños.