Horas antes del primer partido de nuestra selección en la Eurocopa (que terminamos empatando a cero contra Suecia), escuché en la radio comentarios poco entusiastas por parte de algunos periodistas sobre el devenir de nuestro equipo. Esa desafección se hizo evidente cuando al final del encuentro uno de los futbolistas, Dani Olmo, dijo que «la afición tendría que apoyar un poco más». 

El centrocampista se refería a los pitidos a Álvaro Morata, que no tuvo su gran noche. Pero ese clima de indiferencia hacia el combinado español, cuando no de acritud, viene de más atrás, en cierto modo alimentado por la actitud beligerante de Luis Enrique, un guerrero al que le va la marcha. 

No es lo mismo entrenar un equipo de primera división (donde representas a una ciudad, con la consabida animadversión hacia otros equipos) que entrenar a la selección española, distintiva de todo el país. El perfil de Luis Enrique es muy bueno como entrenador deportivo, pero institucionalmente deja mucho que desear. Su habitual frentismo lo debilita, si acaso no lo inhabilita, para este cargo. En cada uno de sus encuentros con la prensa deja alguna perla de su matonismo a la defensiva, obviando que su cometido debería ser unir, no profundizar en el cisma. 

En sus últimas intervenciones ha afirmado que le «pone a tono» que los aficionados le piten, y tras las posibles ausencias de algunos jugadores a última hora no solo no considera equivocado no haber llevado al máximo número de jugadores permitido, sino que asegura que debería haber dejado alguno más en casa. Que no haya convocado a ninguno de Real Madrid tampoco ayuda. Es testarudo, y es antimadridista, y, como le explica el escorpión a la rana en la famosa fábula, no puede evitarlo. 

Puede que Luis Enrique haga algo bueno, en términos deportivos, en la Eurocopa, pero se equivoca al desalentar innecesariamente a parte de la afición.

*Escritor