El mismo gobierno que negó la utilidad del uso de mascarillas por parte de la población sana y que manifestó que su utilización generaba una “falsa sensación de seguridad”, acabó por recomendarlas, en primera instancia, y por obligar a su uso, tiempo después. Entre tanto, los ciudadanos hemos asistimos atónitos a un auténtico vodevil, en el que escuchábamos a portavoces gubernamentales, ministros y presidente enredarse en contradicciones y rectificaciones, prohibiciones y recomendaciones, hasta llegar a un punto en que nada parecía definitivo y todo era susceptible de corregirse. Después de largos meses de utilización de las mascarillas, ya nos habíamos acostumbrado a que el complemento formara parte de nuestra indumentaria. Y dábamos por hecho que este elemento luciría como parte del paisaje aún durante mucho más tiempo. Hete aquí que ayer se producía el anuncio de que, a partir del 26 de junio, el uso de la mascarilla dejará de ser obligatorio en espacios al aire libre. La primicia la daba el propio Pedro Sánchez que, sabedor del hartazgo social y de la frágil memoria de los españoles, se relamía y no podía contener la sonrisa fantaseando con la idea de que los ciudadanos agradecerían a “su persona” la derogación de la incómoda obligación que él mismo impuso. Porque todo el mundo desea desprenderse de la mascarilla. Y en ese pálpito social podemos hallar la razón de que el presidente haga un anuncio previo, al modo de los cebos televisivos con que Jorge Javier mantiene a su audiencia expectante, para, luego, tener a todo el público atento cuando salga a adornar la noticia con pomposos discursos y una escenificación que le permita rentabilizar el fervor popular que ha despertado su proclama. Sánchez sabe de la aversión que genera su figura entre amplios sectores de la población. Debe de ser consciente de que ha entrado en barrena, y que la ciudadanía no le va a perdonar ni una. Pero, también, es probable que lo sea de la posibilidad de que una parte de los -a veces- amnésico españoles lo vean, a partir de ahora, como el gran liberador que nos permitió caminar desenmascarados y vacunados. Por eso, él y su equipo están volcando todos los recursos gubernamentales para hacernos engullir semejante patraña y obligarnos a aplaudirle hasta con las orejas. Con la distracción de lo de las mascarillas igual y aprovechan y hasta aprueban, al mismo tiempo, el indulto de los golpistas catalanes. Y así, entre col y col, nos cuelan la lechuga. En cualquier caso, yo no haré caso a Sánchez y seguiré con mis mascarillas. No sea que pase como el verano pasado y, de nuevo, terminemos dándonos de bruces con la cruda realidad. No se olviden de que el virus sigue suelto. Respiren libremente, si así lo consideran. Pero cuídense mucho.

*Diplomado en Magisterio