Es evidente que, ahora, el papel de las palabras es distinto. Incluso las públicas están sometidas a la comunicación. Así que son, en su mayor parte, de duración efímera, coyunturales, modulables. A la declaración de un político hay que darle ese valor, justo o no. De dilución con el contexto, sin el cual (parece) no tiene sentido. Las palabras no son ya tatuaje, sino calcamonía.

Otra cosa, claro, es que haya un patrón. Una conducta repetida, un (si quieren) modus operandi.

Veamos, por ejemplo, qué decía Unidas Podemos en la reforma legislativa del Código Penal. «En un Estado aconfesional no han de primar los sentimientos de unos ciudadanos frente a otros. Lo único que hay que proteger es la libertad religiosa» dice la memoria de la norma propuesta. Y, sin solución de continuidad, todo en un solo tuit: «El mismo día que nuestro país está conmocionado por el asesinato de dos niñas por parte de un maltratador machista, Juana Rivas entra en prisión por intentar proteger a sus hijos de un maltratador machista. Urge justicia feminista YA». A veces, urge, porque nos afecta. Otras, mejor apelar a la ética cívica.

En la voz de Adriana Lastra, el socialismo rechaza «legislar en caliente» la prisión permanente revisable. «Todos compartimos el dolor de las familias consideramos que la prisión permanente revisable no es constitucional». Pero después afloraron los sentimientos cuando se cruzaba «la manada». Soraya Rodríguez indicaba que «las sentencias judiciales se respetan. Pero algunas son difíciles de compartir, entender, explicar. Nos ofenden, humillan, duelen, nos hacen llorar». De nuevo, emociones.

"El estado de derecho está ahí para defensa de los ciudadanos. No en pocas veces, contra los vaivenes políticos"

Nuestro presidente Sánchez aseveraba con el proceso «con plenas garantías» que terminó en la condena a los líderes catalanistas que «el acatamiento suponía su íntegro cumplimiento». Incluso abogada por «poner fin a los indultos, a la injerencia del poder ejecutivo en decisiones del poder judicial». Lo que ahora llama «figura necesaria» en pos de la «concordia» y el «diálogo político». «Lo vamos a hacer con corazón». Porque, acabáramos, el corazón tenía razones que la razón… lo que sea.

Son sólo unos pocos ejemplos, pero se hace difícil no advertir una pauta. Ni de lejos estoy insinuando que sólo la izquierda cambia de parecer o retuerce o contradice sus propias declaraciones. Ojalá, pero me temo que esas es una cualidad trasversal y extensiva. La hemeroteca no es generosa con la clase política, en general y salvo honrosas excepciones. No, en absoluto. Lo que sí se muestra es un patrón.

La izquierda no tiene reparo, y muestra una tremenda habilidad, en usar el sentimentalismo en la toma o propuesta de decisiones. Siempre que han existido clamores populares (casos públicos de niños asesinados, por ejemplo), muchas veces sin duda canalizados por la derecha, han apelado a la ley, la constitución e incluso al funcionamiento de otras democracias («No somos Noruega») como si España no fuera una democracia plena.

El uso político de las emociones es, sin duda, torticero. Pero ya estamos acostumbrados. Mal, de acuerdo, pero hechos a ello por fuerzas de inercia y costumbre. 

El problema reside en que en la apelación de la izquierda a valores objetivamente superiores se oculta mero tacticismo e interés político. Que lleva implícito un peligroso reproche: no se permite enjuiciar la situación o acción bajo sus circunstancias fáctica o jurídicas sino a través de la lupa del bien común, la altura de miras o valores indeterminados, pero sobre los que todos coincidimos (perdón, consenso). Es entonces, cuando «la justicia no puede ser venganza». Como si el paso del tiempo fuera un juzgador superior a nuestro propio ordenamiento.

Toda esta actitud, sostenida, deriva en una consecuencia realmente grave: el abuso de las instituciones. No vale apelar a la razón jurídica, el respeto a las leyes, sólo cuando conviene. Las instituciones y el estado de derecho están ahí para defensa de los ciudadanos. No en pocas veces, contra los vaivenes políticos. 

Pero ahí está, parte del perfecto manual, el recurso fácil. Por eso, unos presumen de sentencias ganadas mientras hablan de «justicia franquista». Por eso, tenemos unos indultados que ni se arrepienten ni agradecen el gesto. Que, en realidad, ya se sabía. Pero seguro que alguien está emocionado.

*Abogado, experto en finanzas