Desde el pasado sábado no se me cae de la imaginación el experimento del perro de Pavlov. Ya saben, ese conocida investigación basada en el condicionamiento clásico, con la que el fisiólogo ruso logró que el animal asociara la comida al sonido de una campana, de manera que empezaba a salivar solo con escucharla. Algo así nos ha sucedido a los humanos con la mascarilla desde que allá por mayo de 2020 empezara a ser obligatorio su uso. A base de repetir el gesto de ponérnosla casi para todo, el imaginario colectivo la relaciona directamente con un sentimiento de seguridad y protección frente a una amenaza invisible. Por eso ahora, 13 meses después, el hecho de poder prescindir de ella en zonas abiertas desata tanta alegría como incertidumbre. Por una parte está la tentación de sucumbir a esa experiencia ya casi olvidada de respirar libremente sin filtros, y por otra, nuestro cerebro nos manda una señal inmediata de alarma al salir a la calle a cara descubierta. Y lo que es peor, en algunos casos, cabe la confusión de que algún despistado crea que el hecho de no llevarla implica que el peligro ya no existe, con todo lo que eso conlleva.
Los humanos, ya se sabe, somos animales de costumbres. Y no deja de ser sorprendente con qué naturalidad asimilamos y aceptamos como cotidianas cosas, que en otros momentos serían impensables. El uso del tapabocas ha sido sin duda una de ellas. Entró en nuestras vidas de la mano de la pandemia y se ha convertido en uno de los símbolos visuales más representativos de la peor crisis sanitaria de nuestro tiempo. Se nos impuso utilizarlo por ley, entre polémicas discusiones sobre su efectividad y beneficios, y llevarlo a todas partes se normalizó hasta el punto de que el ojo humano ha desarrollado la capacidad de localizar sin problema entre la muchedumbre a quien no lo hace, porque de pronto, un rostro destapado era la excepción a la norma y como tal, objeto de penalización social y económica.
Por eso ahora, desandar ese camino y dejar a un lado gradualmente esta prenda sanitaria va a ser complicado para algunos. Porque aunque durante mucho tiempo añoraron la sensación del aire puro acariciándoles la piel, ahora que pueden disfrutarla, de alguna manera está distorsionada, porque lleva asociada irremediablemente una señal de peligro inconsciente en nuestra cabeza. Tendrá que pasar algún tiempo hasta que algunas personas logren salir a espacios abiertos ‘a pelo’ sin sentir, aunque sea por solo unos segundos, ese miedo latente de estar totalmente expuestos a ese virus que tantas vidas se ha llevado por delante. Y es sin duda una especie de síndrome de Estocolmo, el que nos lleva a echar de menos de una manera un tanto enfermiza el cautiverio de ese trozo de tela que durante tanto tiempo ha camuflado nuestro aliento y nuestras emociones. Porque después de meses de renegar sobre su uso, de pronto, su desaparición no nos hace sentir libres, sino desnudos y vulnerables.
De manera que aunque por ley ahora no sea obligatorio llevar la mascarilla en espacios abiertos, a muchos les va a hacer falta un periodo de transición para disfrutar de la relajación de esta restricción y de otras muchas. Porque aunque nos bombardeen con titulares triunfales de vacunaciones masivas e inmunidades de rebaño, la actualidad nos sacude con otros datos que nos hacen pensar que todavía no pisamos tierra firme. La semana pasada supimos por ejemplo que la edad media entre los contagiados en la región ha bajado hasta los 30 años, la incidencia se ha vuelto a disparar en las últimas horas hasta los 94 positivos, y la variante Delta, que según el Centro Europeo de Control de Enfermedades, será la responsable del 90% de las infecciones en el continente, ya campea a sus anchas por Extremadura.
Son ‘pequeñas’ pinceladas que nos recuerdan que esa ‘normalidad’ cada vez más parecida a aquella que recordamos, no deja de ser todavía un espejismo. Y por eso aunque deseamos con todas nuestras fuerzas creer que es posible pasar página y volver a lo que fue, un recelo irracional nos impide relajarnos del todo y olvidar todo lo que aprendimos a fuerza de repetición y de multas durante la pandemia. Somos una sociedad adiestrada por el terror a la muerte y la enfermedad y por eso para algunos, dejar atrás la mascarilla sería como pedirle al perro de Pavlov que se olvidara de la comida al oír la campana.