Crees que vives en un país civilizado hasta que te enteras de que han quemado viva a una indigente, que un padre o una madre han asesinado a su hijo o que un hombre o una mujer han hecho lo propio con su pareja, que un varón de mediana edad muere de una paliza por llevar la bandera de España en unos tirantes o que a un veinteañero lo asesinan en una paliza grupal a las puertas de un pub. ¿Cómo se concilia la creencia de que vivimos en la civilización con estos hechos repugnantes que inundan los medios un día sí y otro también? 

El periodista Miguel Ángel Muñoz Rubio destacó estas palabras mías al publicar la entrevista que me hizo hace unos años: «Cuando veo que el mundo está corrupto pienso en mi hijo, que es la ingenuidad, una pequeña isla del bien». Y es cierto: pensar en mi hijo Francisco, un apacible e inocente niño con el síndrome de Down, me empuja a pensar que no todo está perdido, que la paz que transmiten algunas personas es suficiente para contrarrestar el odio de otras. Pero confieso que muchos días mi fe se tambalea, y tiemblo al recordar que también abundan las islas del mal en esta España en la que se ajusticia a inocentes por capricho. A algunos la diferencia les resulta un pecado que extirpar, sea porque uno es gordito o indigente, habla un idioma extranjero, es homosexual o tiene discapacidad intelectual. 

Nadie está a salvo, porque todos somos diferentes a los ojos de ciertos criminales que se arrogan el derecho de decidir quién puede vivir y quién no. 

La Policía ya tiene identificados a siete de los individuos que asesinaron al joven Samuel en La Coruña. No tardarán mucho en dar con ellos, aunque barrunto que esos homicidas tampoco tardarán en volver a las calles, dispuestos a cometer otra fechoría. 

Es hora de decirlo: la laxitud de la justicia con ciertos asesinos por el mero hecho de ser jóvenes fomenta la existencia de estas islas del mal.

*Escritor