Lo conté hace años en algún sitio. En mi pueblo, que es el suyo, el ayuntamiento tuvo, tiempo ha, la feliz idea de invertir unos fondos europeos en regenerar un humedal cercano que andaba convertido en un vertedero. Dicho y hecho, cubrieron la escombrera con tierra y sembraron encima unos buenos árboles de sombra, aunque dejando aquí y allá unos misteriosos claros que nadie sabía decirme muy bien para qué eran. ¿Serían para colocar bancos donde sentarse? ¿Para instalar paneles informativos? ¿O para construir unos discretos observatorios de aves? Al fin – pensé –, el paraje (un complejo de lagunas cruzado por una cañada y a las puertas de un parque natural) está reconocido por la riqueza de su fauna… ¡Pero quia, ingenuo de mí! A los pocos días, los operarios ancharon la pista de acceso, para que pudieran circular mejor los coches, y dispusieron en aquellos extraños claros unas mesas de madera que no eran más que el preludio de lo inevitable: unas enormes barbacoas de piedra y ladrillo que – orgullo del albañil que las perpetró – parecían, entre los árboles aún raquíticos, tótems prehistóricos de alguna tribu consagrada al consumo ritual de chuletones…

Digo lo de «ritual» porque esto de colocar barbacoas municipales en mitad de un paraje idílico (inflamable, para más inri, durante cuatro o cinco meses al año) o se me explica de un modo estético-religioso – como una suerte de grasiento sacrificio o rito de comunión que desconozco –, o no le veo más justificación que la del capricho de poder hartarse de panceta en cualquier lugar más o menos agradable. Lo que no es, en ningún caso, es algo racional. Y lo traigo a colación para intentar explicarme la reacción visceral e igualmente alocada que ha provocado la timidísima campaña del Ministerio de Consumo en pro de un consumo moderado y cuidadoso de productos cárnicos. Una campaña avalada por la OMS, la UE y la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, y dirigida a un país en que se consume seis veces más carne de lo recomendable. 

Honestamente, y en relación con esta polémica, yo aún no me he enterado de qué parte de las consecuencias que genera el consumo masivo de carne no entienden los que echan espumarajos por la boca o se burlan en plan chuleta del ministro y su campaña. Porque no es solo que la dieta de nuevo rico de carne día sí, día también, provoque multitud de enfermedades (a pagar solidariamente entre todos); es que la necesidad de alimentar a los cientos de millones de animales necesarios para que todos los pudientes comamos carne al mismo ritmo que un americano de clase media es una de las causas fundamentales de la desforestación del planeta, del cambio climático y de la falta de alimentos saludables para todo el mundo. Piensen que con solo una mínima porción del grano cultivado para alimentar a todo ese ganado se podría dar de comer, mañana mismo, a los ochocientos millones de personas que pasan hambre en el mundo.  

"Hacen falta no una, sino cien campañas como la lanzada por el Ministerio de Consumo. A ver si así recuperamos la razón"

Pero es que, además, promover campañas para contrarrestar esta «cultura de la hamburguesa» en la que se está educando globalmente a la gente, haciéndoles creer que viven mejor por comer carne barata todos los días, no solo atiende a objetivos que deben ser ahora absolutamente prioritarios, como parar o aminorar la catástrofe medioambiental y social que se nos viene encima, sino que también supone un estímulo al modelo de ganadería extensiva y regenerativa de la que viven muchas familias y que sufre de forma agónica de la competencia de las grandes empresas de producción intensiva, que son las que hinchan a antibióticos a los animales, agotan y contaminan los recursos, y emiten anualmente millones de toneladas de gases de efecto invernadero a la atmósfera.

Claro que, como decíamos al principio, todo esto no es solo culpa de un sistema agroindustrial concebido fundamentalmente para producir beneficios, y no para alimentar saludablemente a la gente, sino también de la misma dosis de inmadurez con que esa misma gente idolatra esa cultura del exceso pantagruélico y el hedonismo lowcost que, en el ámbito gastronómico, nos ha llevado a cambiar la olla o la paella tradicional por las hamburguesas chamuscadas. Y las chanzas de cuñado castizo-liberal defendiendo – aunque solo sea en la barra del bar – el consumo libérrimo de chuletas no ayuda en esto para nada; mucho menos cuando, de modo irresponsable, vienen del mismísimo presidente del Gobierno. 

Por todo esto hacen falta no una, sino cien campañas como la lanzada por el Ministerio de Consumo. A ver si así recuperamos la razón. Porque es la razón, y no los colmillos, lo que nos define como especie. Lo digo porque, en el colmó del absurdo, un prestigioso tertuliano de la televisión pública enseñaba el otro día los suyos (tal como oyen) para «demostrar» lo carnívoros que somos. Hay que tenerlo flojo o retorcido para no calcular que por encima del colmillo tenemos la frente y, por delante, unos problemas de narices como para andar con tantas tonterías.

*Profesor de filosofía