La gente mira para otro lado. Cuando pasan un padre, o una madre, con su niño ciego, con parálisis cerebral, autismo o síndrome de Down. La gente no sabe qué sentir y además, piensa “bastante tengo ya con lo mío”. Y el padre, o la madre, siguen con su vida, solos en un mundo que nadie entiende, con la angustia que no comprenderán nunca los padres de niños “normales” que un día crecerán y se harán autónomos.

Hacía mucho que no leía un libro de poemas tan desgarrador, con una verdad humana tan irrebatible, como Los lagos de Norteamérica, de José Daniel Espejo (Orihuela, 1975) que gira en torno a la vida del autor, padre de un hijo autista, Martín, y para colmo viudo. En un mundo donde todos quieren exhibir sus éxitos, Espejo nos transmite una pequeña parte de “lo que ocurre en mi casa / cuando cerramos por dentro”. Y lo que ocurre son cosas como que a un padre se le queme la comida, mientras “le aprieta la garganta / e intenta llorar sin hacer ruido”. O que empiece “a beber como Chavela” como “respuesta al diagnóstico / de Martín y a la muerte de su madre. / Por las tardes llevaba al niño a terapias / y me dedicaba a subir poemas a Facebook”. Poemas para obtener admiración de quienes no sabían “lo que pasaba después, cuando llegaba / a casa y cerraba la puerta” y de lo que “nunca hablaba”. Normal, dado que vivimos en un mundo donde rige un “optimismo reglamentario”, donde un padre como él ha de mostrarse como admirable, cuando él sabe que no lo es, pues como dice en un poema estremecedor, “también las marcas de color violeta / que se oscurecen en la cara / interna del brazo derecho / de mi hijo Martín / con la forma de cuatro dedos / que ya no se borran / hablan de mí”. ¡Maltrato! se escandalizarán algunos, que no habrán tenido que bregar con nada similar a un ataque de rabia como el que intentó contener el padre, como buenamente pudo pues, a todo esto, el Estado no aporta sino migajas de ayuda a los padres de niños con trastorno, la parte del león tendrán que pagarla ellos.

"Hacía mucho que no leía un libro de poemas tan desgarrador, con una verdad humana como Los lagos de Norteamérica "

“Nadie sabe nada sobre la repetición / antes de vivir con un muchacho con autismo / que mira el mismo vídeo de Youtube / hasta memorizarlo por completo”. Pero siempre habrá algún sabihondo que venga a dar lecciones, como ese “amigo de un amigo” que “viene a hablarme de mi hijo. Me abro de orejas / me dispongo a recibir la Palabra” suscitando una agresividad (“Visualizo tumbarlo en el suelo y patearle la cabeza / gritarle no tienes ni puta idea decirle me estás culpando / de procesos neuronales que aún no comprendemos”) que contiene para a cambio “hilar este poema como segunda opción”, sin duda no tan satisfactoria como la primera.

Hay pocos poemarios de amor al hijo: este lo es, a pesar del destierro que implica ese diagnóstico que cae, como una lotería de la desgracia, a uno de cada cien padres y madres, un destierro de la normalidad, de la “vida de otros” que evocan esas canciones hedonistas que, reconoce con tristeza, se dirigen “no a mí, / no a mi hijo y a mí. Cuando más / hermosa la fábula menos sitio / nos queda a nosotros en ella”. Como tampoco hubo sitio para ellos en la vida de esa mujer y su hija que por un tiempo se mudaron con ellos, y a quien sus amigas aconsejaban “no permitas que tu hija crezca en esa casa”.

El poemario, escrito “desde el centro de lo sórdido”, da más congoja que esperanza, pero es un grito necesario en un país que ahora se preocupa mucho de ciertas minorías (y bien está) pero destina recursos pírricos al cuidado de otras (20.000 transexuales, 450.000 autistas) y, con todo, hay una gran hermosura en esa imagen del niño Martín: “ahí sigues tú / extendiéndome la mano / sin decir una palabra / para ir a pasear. / Este amor / que consiste en defenderte de lo sórdido / ya que a ti no te es posible”.  

*Escritor