No creo que los españoles seamos especialmente sensibles al buen uso de nuestra lengua, pero llegan los meses de verano y, como por acto de magia, se desencadena un prurito nacional en defensa de las formas gramaticales adecuadas. 

Es lo que se infiere al leer los numerosos comentarios en la prensa digital durante julio y agosto. Las mordaces protestas tienen una diana obvia: el sufrido becario, que ha osado escribir mal el nombre de una población, ha estampado el apellido de un atleta japonés con dos grafías diferentes o ha zaherido a los parroquianos con una coma criminal. 

Tantas quejas, criminalizando al becario o la becaria de turno, pese a que a veces el error deba ser adjudicado a un veterano, confirman que los malos humores del estío han fabricado un subgénero literario: el antibecarismo. Lo malo, por no llamarlo irrisorio, es que las mismas personas que castigan al becario por errores lingüísticos lo hacen con frecuencia con un discurso agramatical, con fallos más obscenos que los que denuncian en sus diatribas. 

«¡Disparen al becario!» parece ser la consigna. Intuyo que debe de haber algo reparador, psicológicamente hablando, en leer con lupa y señalar con saña cualquier fallo en la prensa escrita de quienes dan sus primeros pasos en las arenas movedizas del periodismo, ignorando cómo fue nuestra primera vez en un trabajo, temerosos, por la falta de experiencia, de no estar a la altura. Además, como bien explicó Woody Allen, «el 90 % del éxito se basa simplemente en insistir».

No niego la importancia de escribir con corrección, pero tampoco puedo olvidar que algunos, desafiando a Bartleby, el escribiente de Melville, garabateamos cada día muchas palabras, demasiadas, y por tanto podemos incurrir en alguna inexactitud sancionable con el escarnio en la vía pública. 

Disparar al becario de hoy es negarles el pan y la sal a algunos grandes periodistas de mañana.

*Escritor