Cada vez más gente se siente agraviada al contemplar o escuchar ciertos discursos públicos y determinadas actuaciones humorísticas, manifestaciones artísticas y producciones culturales. Se advierte una susceptibilidad extrema entre los integrantes de no pocos colectivos, asociaciones, partidos políticos, instituciones eclesiales, medios de comunicación, oenegés, etc. Y, a día de hoy, da igual cuáles sean sus creencias, su tendencia política, su adscripción ideológica, su origen e identidad, su relevancia o su capacidad de influencia. Tampoco importa la causa de la que sus componentes se sientan partícipes.

Porque, ante cualquier expresión pública, las más variopintas agrupaciones de individuos pueden mostrarse ofendidas, molestas o heridas. Y lo malo no es que opinen acerca de aquello que no les gusta, porque tienen derecho a ejercer su papel de ciudadanos y a expresarse libremente. Lo malo es que, habitualmente, no se conforman con comunicar su desagrado o criticar ferozmente aquello que tanta aversión y repulsa les produce, sino que pretenden que sea retirado de la circulación, censurado y, frecuentemente, exterminado del plano de lo público.

Y lo peor es que, a menudo, ocurre algo aún más terrible que esas intentonas inquisitoriales, y es que, crecidos por su capacidad para presionar y conseguir sus objetivos, impulsan campañas de cancelación, que vienen a ser algo así como acciones coordinadas de boicoteo para frenar la posibilidades de éxito de una obra, para hundir las ventas de un producto, para infligir un daño reputacional irreparable o para condenar a las catacumbas a los creadores, artistas, comunicadores, periodistas o políticos a los que se considera responsables directos de la publicación, exposición o promoción de lo que provocó la supuesta afrenta.

Si repasamos la hemeroteca, fonoteca y videoteca de distintos medios de comunicación en que se recogen los hechos noticiosos de los últimos años, nos percataremos de que la intolerancia frente a lo que nos contraría, frente a lo que cuestiona nuestras ideas o creencias, frente a lo que no nos satisface, crece y se agranda más y más conforme va pasando el tiempo. Y deberíamos darnos cuenta de que, por más que cualquiera de nosotros pudiéramos sentirnos poseedores de la razón, la verdad, la virtud moral y el buen gusto, eso no nos faculta para erigirnos en jueces supremos, ni para impedir a otros que se expresen o manifiesten del modo en que deseen, siempre que no transgredan los límites del Estado de Derecho.

* Diplomado en Magisterio