El egoísmo es uno de los peores males que aqueja a la sociedad actual. Cada vez menos gente hace algo por los demás de manera desinteresada o por la mera satisfacción de sentir que ayudó a quien lo necesitaba. A día de hoy, hasta aquellos que presumen de su altruismo demuestran la poca sinceridad de sus acciones al publicitarlas y colgarse medallas. Ya saben, esos famosos que alardean de su solidaridad con los desfavorecidos compartiendo instantáneas en las redes sociales y cosas así. 

Afortunadamente, las viejas y honrosas costumbres aún perduran en pueblos pequeños, en gente que emigra del pueblo a la ciudad, en ciertos barrios de las metrópolis y en algunos urbanitas de natural generosos. Pero esto es cada vez menos común, y ya hasta en los pequeños núcleos de población la gente va a su bola. Que tampoco es cuestión de demandar la santidad colectiva, ni de pedir que todo el mundo se muestre dispuesto a arriesgar el pellejo por el prójimo. Uno no es tan ingenuo como para pensar que esto pueda ser algo habitual y, a base de leer, se va aprendiendo sobre la pasta de la que está hecho el ser humano. Pero pequeños gestos de humanidad, generosidad y desprendimiento, en según qué circunstancias, no cuestan tanto, e, históricamente, siempre ha habido hombres y mujeres serviciales, bondadosos y dispuestos a echar un cable a quien lo necesitara. 

No sé con certeza a qué puede deberse esta epidemia egoísta que vivimos. Porque ha habido épocas en que la gente vivía atenazada por el miedo, sumida en la pobreza, y con medios y conocimientos escasos, y ayudaba con lo poco que tenía a su alcance y la voluntad que le nacía de las entrañas. Pero la cuestión, creo yo, tiene más que ver con la educación que con la economía. No hace falta discurrir demasiado para percatarse de que nuestra sociedad es menos humana que la de nuestros padres. Algunos arguyen que no es así, porque se pasan menos penurias y hay una inmensa clase media que no carece de lo esencial y puede permitirse ciertos lujos y caprichos. Pero, aunque es innegable que la prosperidad y el bienestar social no son comparables a los de épocas pasadas, y que es positivo que así sea, si este crecimiento económico no va acompañado de un desarrollo moral del sujeto, mal encaminados vamos. Y creo que no es solo una impresión mía que ese plano, el que comprende los valores, la ética y la moral, está cada vez más olvidado y abandonado. Por desgracia.

*Diplomado en Magisterio