El ministro de Consumo afirma que el juego es malo, o insano (que es lo mismo, pero oculto bajo un aséptico tecnicismo). Y que, dado que es malo (o insano), hay que regular al máximo su publicidad, no sea que nos pervierta, débiles e influenciables como somos. ¡Suerte tenemos de este ministro que nos salva de nosotros mismos!

Qué juego, por cierto, es el que es malo (insano), no lo deja muy claro el ministro. Porque juego, lo que se dice juego, lo es casi todo. Y si por malo (insano) entendemos lo que, por ejemplo, es peligroso, igual habría que empezar por censurar la publicidad bancaria o bursátil (el juego especulativo arruina vidas y haciendas). Ah, y las canciones de amor (no hay juego más doloroso que el del querer), cosa esta última (con lo de la bolsa no se van a atrever) que, dada la vocación moralizadora y profundamente intolerante de algunos, no descarto en absoluto.

El ministro aclara que los juegos que son malos (insanos) son los de azar. Pero azar lo que se dice azar lo hay en todo juego. ¿Se refiere al bingo, a las rifas benéficas, a las tómbolas, las timbas, al dominó de los jubilados, a los concursos de la tele…? Dado el castizo vicio que tenemos, por ejemplo, con la compra de loterías y cupones, ¿va a hacer el ministro que el anuncio del Gordo de Navidad, o los entrañables comerciales de la ONCE, se emitan también de madrugada?

Pero no. Según el ministro, los juegos malos-malos son los juegos de azar que tienen que ver con el (no menos lúdico) asunto del deporte. Ahora bien: ¿esto descalifica las quinielas o las porras del bar? No. Las quinielas, además, son un juego de apuestas deportivas controlado por el propio Estado. El juego malo (insano) de verdad es, en fin, el de las apuestas deportivas privadas que prolifera libre y legalmente en páginas de internet y locales (prohibidos a menores) en los que ningún ciudadano está obligado a entrar. ¡Una locura de libertinaje quenuestrosanto ministro no puede permitir!

Subamos el nivel. Preguntémosle al ministro por qué son malas (insanas) las apuestas deportivas (no controladas por el Estado). Porque otros celosos y puritanos defensores de las buenas costumbres – las damas católicas, los evangelistas, el Ejército de Salvación… – tienen sus bien asentados motivos religiosos. ¿Y nuestro ministro? Dado que malo equivale a insano, la cosa debe ser un asunto de salud. Y en efecto: los juegos de azar (relacionados con el deporte y no controlados por el Estado) son malos porque pueden crear (¿solo ellos?) “adicción”. He ahí la palabra mágica que lo justifica todo. El asunto es, pues, de “salud pública”, de “seguridad”, vaya. Y ante esto no hay libertad ni moralidad individual que valga.

Porque ya saben, al ser asunto médico (y no moral), los problemas dejan de ser responsabilidad de cada uno, y pasan a ser asunto de expertos y del ministerio técnico del ramo. Así, la idea subyacente es que el jugador frecuente (el aficionado a las apuestas deportivas no estatales) no es un vicioso responsable de lo que hace, sino un pobre enfermo, un disminuido moral, un niño desvalido necesitado, no, quizá, de un mejor juicio (si es que necesita tal cosa), sino de un ejército de técnicos y terapeutas que le ayuden a corregir su insana conducta.

Acabamos. ¿Tiene entonces que protegernos el bueno del ministro del riesgo de convertirnos en “ludópatas” (ya que el concepto moral de “vicioso” parece descatalogado)? Pues depende. En un país de ciudadanos dueños de su vida y no sujetos más que a su conciencia y a sus particulares vicios, no, en absoluto. En un país de menores de edad temerosos de los infinitos peligros, adicciones o virus que amenazan su salud y seguridad, y convencidos de que necesitan un Estado que los proteja hasta de sí mismos, por supuesto que sí. Y adivinen hacia cuál de estos dos tipos de sociedad nos acercamos casi adictivamente.

Los demás va de suyo. Como el ministro ha decidido que jugar a ciertos juegos de azar es insano, y la ciudadanía ha asumido que el Estado le proteja de todo lo que el Estado declara insano, el mismo ministro, contando con la minusvalidez de esa infra ciudadanía, ha determinado censurar y regular los mensajes que recibimos (e incluso quién los emite, prohibiendo que “figuras de relevancia” participen en los anuncios de apuestas) para que – como somos imbéciles – nada ni nadie nos puede engañar y nos haga daño. Lo extraño es que, a estas alturas, nos dejen votar. Aunque ya sospechamos que nos dejan porque creen que votar, lo que se dice votar, no es más que una pantomima orquestada por la publicidad. La misma que, por nuestro bien (o salud), se empeña en controlar el ministro. Al fin y al cabo, ¿qué diablos sabremos nosotros de lo que es “sano” e “insano”?

*Profesor de filosofía