Se cumplen hoy veinte años de los atentados del World Trade Center de Nueva York, que causaron la muerte de casi tres mil personas, muchos más miles de heridos y que, para no pocos historiadores, marcan el inicio real del siglo XXI, como la caída del Muro de Berlín y de la URSS en 1991 habían marcado el final del “corto siglo XX”. Entre medias, en un limbo afortunado, quedó una década que, desde el presente, no podemos sino llamar los “felices noventa”, un tiempo de esperanza después de que se terminara la Guerra Fría, con el sonriente Bill Clinton dominando esa década en Estados Unidos. En Europa, una gran mayoría de países tenía gobiernos socialdemócratas, que pretendían conjugar lo mejor de los dos sistemas: el libre mercado y la protección social del estado de bienestar. Todo eso cambió tras esos atentados, una obra maestra del terrorismo (cuya perfección ha dado pie a no pocas teorías de la conspiración, como la de la serie Zeitgeist, según la cual un grupo de poder norteamericano habría organizado esos ataques para justificar su Cruzada en Oriente Medio y reformas autoritarias en el interior; si hubiera sido así, menudo tiro por la culata) concebida por Osama Bin Laden, rico empresario saudí que había luchado contra los soviéticos en Afganistán, codo a codo con la CIA. 

Se ha convertido en un tópico contar cómo y cuándo nos enteramos de los atentados de las Torres Gemelas. En mi caso, como muchos millones de personas, presencié el impacto del segundo avión en directo, en el televisor del piso familiar en Villanueva, junto a mi padre, mientras esperábamos para comer a que mi madre volviera del trabajo. Las horas siguientes las pasamos frente a la pantalla, que retransmitía la CNN con ese rótulo inferior, “America under attack”, que se me quedó grabado. Estaba yo con mis padres porque un par de semanas después me marchaba como estudiante Erasmus a Orleans. Primera vez que tomaba el avión (esto parecerá risible a los jóvenes, pero entonces no existía Ryanair) y primera vez que iba a Francia. Un amigo y compañero de carrera, Emilio, iba de Erasmus a la misma universidad, y estaba atemorizado, por no decir otra cosa. Recuerdo cómo preguntaba a la coordinadora Erasmus si era seguro ir a París, y esta le explicaba pacientemente que millones de personas iban a París cada día. Pero la psicosis ya se había instalado y, en cierto modo, Bin Laden ya había logrado su objetivo. El mundo “libre” dejaba en evidencia que le importaba más la seguridad que la libertad, y a nadie parecía inquietar ver pasearse a los agentes con la metralleta en mano, algo que nunca había visto en España.

"No somos más libres y los talibanes han regresado en triunfo. Desde el fondo del mar, la calavera de Bin Laden nos sonríe"

Los atentados del 11-S, con el escenario más mediático posible, ejercieron una fascinación malsana: desde aquel profesor argentin oque divagaba en las aulas de Orleans conjeturando cómo “Estados Unidos no hubiera podido recuperarse” si les hubieran caído cuatro o cinco aviones más en puntos neurálgicos (y se notaba que le daba rabia que no hubiera sido así) a las pintadas glorificando a Bin Laden que, según se decía, se habían trazado, en árabe y con excrementos, en las duchas de una residencia universitaria. Los musulmanes en Francia comenzaron a ser mirados con recelo, y meses después, el socialista Lionel Jospin, uno de los políticos más capaces que ha tenido ese país, y que partía como favorito para las presidenciales, quedaba por detrás del gañán ultraderechista Jean-Marie Le Pen. La guerra cultural identitaria, y el maniqueísmo, comenzaban a instalarse. Veinte años después, por más que tengamos más información y unas armas de distracción masiva llamadas smartphones, no somos más libres, más bien lo contrario, y los talibanes han regresado en triunfo. Desde el fondo del mar, la calavera de Bin Laden nos sonríe. 

* Escritor y profesor