No sé si es una percepción más propia de idealistas que de los cínicos o de los pragmáticos, pero me da la sensación de que, en estos tiempos en que vivimos, a cualquiera que crea verdaderamente en algo le resultará difícil no sucumbir al desengaño. Principalmente, porque todo el mundo predica la bondad de sus intenciones y la altura de sus valores, pero, a poco que se rasca, salen a la luz los intereses, las deudas por pagar y las bajas pasiones, que constituyen las fuentes de las que emana el combustible que ahora mueve a una parte sustancial de la sociedad. 

Se escuchan discursos, se leen y oyen monólogos, comentarios, soflamas y homilías, y cuesta creer que nada de todo eso que se dice o escribe haya nacido de la sinceridad intelectual del sujeto. Pero el mal corroe, por igual, a partidos políticos, a medios de comunicación, a grupos profesionales, a estamentos clericales, a empresas, a sindicatos y a cualquier colectivo humano medianamente organizado que se asienta sobre este planeta llamado Tierra. 

Por eso, a quien se mueve, se le recorta de la foto. Quien cuestiona al jefe, al dueño del tinglado o a quien lo avala económicamente, recibe un tirón de orejas o, directamente, un puntapié. Y al que se atreve a disentir de la línea oficial se le acaba despachando con viento fresco. A veces, la ejecución tarda en producirse. Pero siempre llega el momento de la decapitación. En ocasiones, a la vista de todos: en la plaza pública. 

En otras, de manera sibilina, a oscuras, lejos del foco. Supongo que en el resto del mundo ocurrirá algo parecido, pero cada vez tengo más seguro que nuestro país, en particular, no es un lugar acogedor para los disidentes, ni para los heterodoxos, ni para aquellos que no se muestran dóciles con quien ejerce el poder. 

Quienes mandan no son, a menudo, lo suficientemente inteligentes como para percatarse de que los leales no se esconden cuando pronuncian una crítica porque su afán es constructivo. 

Los peligrosos, aquellos de los que deberían cuidarse, son los ‘agradaores’, los ‘bienqueda’, los que se postran y hacen reverencias. Muchos de los sujetos que responden a ese genotipo cultivan el rencor, a la espera de la llegada de una ocasión que les brinde el desquite. Y, mientras llega o no, se dejan mecer por la corriente, y besan las suelas del patrón hasta cuando recién acabó de embozarse en el estiércol más pestilente. Desde el principio de los tiempos ha sido así. Pero los seres humanos no aprendemos, por más que llevemos milenios dando vueltas en un bucle.