Llevo días preguntándome qué sentirán los habitantes de La Palma cuando enciendan la televisión y escuchen, repetidamente, que no hay grave peligro con la erupción de Cumbre Vieja, que todo está bajo control, que las cosas suceden tal como estaban previstas y que no hay motivo para la alarma. Si a mí me indignan hasta un punto inexplicable, es imposible imaginar lo que sentirá alguien que escucha eso mientras su casa es arrasada por la lava.

El acontecimiento tristemente histórico al que estamos asistiendo en Canarias se eleva como una prueba más de la incapacidad de las élites para hacerse cargo del estado de ánimo de los ciudadanos, y para garantizar una gestión preventiva, eficaz y garante del bien común, en alianza sólida con la ciencia y las condiciones materiales.

La erupción está demasiado cerca de la pandemia (dentro de ella, de hecho) como para olvidar la interminable retahíla de mentiras, medias verdades, fallos, inexactitudes y fracasos que han exhibido los gobernantes durante año y medio. De hecho, los palmeros no han de temer por Cumbre Vieja igual que todos los españoles habíamos vencido al virus en julio de 2020, aunque aún vayamos con mascarilla. 

En este sentido, las terribles declaraciones de la ministra Maroto, calificando la erupción de «espectáculo maravilloso» que podría servir como magnífico «reclamo» turístico, no son tan extemporáneas como parecen. Resultan perfectamente coherentes con las que el Gobierno realizó en algunas de las peores etapas de la pandemia, invitando a perderle el miedo al virus y volver a los bares con las mismas ganas de consumir que antes. 

Lo peor de esta tendencia neoliberal en lo que pretendía ser el «gobierno español más de izquierdas de la historia» (sic) no es su sesgo ideológico, sino su perfecto alineamiento con la deshumanización social en que las personas ya no son primero personas, sino antes y, por encima de todo, consumidores, dígitos sobre una hoja de cálculo para que la ficción macroeconómica no sea estropeada por la realidad. 

Desgraciadamente, no es solo un problema gubernamental, que tendría fácil y relativamente rápida solución, sino de todo un entramado institucional, del que forman parte importantísima los medios de comunicación de masas, llenando horas y horas de propaganda liberal mediante tertulianos de todo pelaje que desinforman, practican amarillismo vergonzante, y, por supuesto, no dejan de repetir que no tenemos de qué preocuparnos, al mismo tiempo que buscan debajo de las piedras carroña suficiente para ejemplificar el lado más sentimentaloide de la tragedia, sin que se dedique un solo minuto a profundizar en lo importante. 

No hace muchos días, el Instituto Nacional de Estadística (INE) ha destrozado las expectativas económicas de 2022, pero aquí no ha pasado absolutamente nada. Aunque ese órgano sea parte de la misma estructura pública estatal que hizo las previsiones. Si los gobernantes hacen una cosa con la mano derecha y la desmienten con la izquierda, ¿por qué nos debería parecer extraño que llamen a la calma de los palmeros mientras sus casas son fagocitadas por la colada del volcán?

Desde que comencé con esta columna, hace ya nueve años, una de las ideas que más he repetido es la perentoria necesidad de que alguien, quien sea, salga ahí fuera a contarnos la verdad. Sobre el volcán, sobre el virus, sobre las pensiones, sobre el clima, sobre la futura estructura laboral, sobre la economía que nos aguarda. Sobre algo. Algo. Lo que sea. Alguna verdad. 

Puede haber quien piense que se trata de fatuo paternalismo autocrático, como los dictadores que consideraron que al pueblo hay que tratarlo infantilmente para que no se meta en política. Pero estoy convencido de que es algo mucho más cutre y quién sabe si más peligroso: dar patadas al balón hacia adelante para ver si se pueden ganar las próximas elecciones. 

Si miran ustedes por la ventana y ven que la lava llega a sus casas, o que los coches fúnebres aumentan sus paseos a causa del virus, o que sus amigos y familiares siguen sin trabajo tantos años después, díganse a sí mismos: no hay de qué preocuparse. Y salgan a tomar el aperitivo. Es lo que su democracia liberal espera de ustedes.

*Licenciado en CC de la Información