Tranqui colega, la sociedad es la culpable; sociedad no hay más que una y a ti te encontré en la calle», cantaba el grupo vigués ‘Siniestro Total’ en plena movida de los años 80. Entonces no sabíamos lo que era el «coaching» ni teníamos la obligación de ser o parecer felices, una tiranía, la de la ya llamada «happycracia», que gira en torno a una filosofía profundamente individualista y a un postureo que habría que empezar a calificar de estúpido.

Los jóvenes actuales, inmensamente mejor preparados que generaciones anteriores pero con un futuro que les condena de antemano a vivir peor que sus padres, inundan las redes sociales con posados en los que suele ser habitual la señal de victoria, como una pantomima continua para conjurar esta injusticia.

«La sociedad es la culpable», como también lo era de que nuestras abuelas exhibieran sin pudor sus lutos y sus dolores y guardaran más para la intimidad sus alegrías. Entonces se llevaba aquello de que el mundo era un valle de lágrimas y hacerse una fotografía era un acontecimiento tan relevante que siempre había que poner cara de circunstancia, impensable los morritos ni los dedos en v.

Al margen de modas, de «sociedades que son las culpables», está claro que el «homo feliz» responde a un modelo de sociedad que precisamente huye de lo social -¡Oh casualidad!- en un momento en el que el neoliberalismo económico da por amortizado el estado del bienestar.

Por ello, se vende que la noción de felicidad, o más bien de infelicidad, tiene más que ver con deficiencias psicológicas individuales que pueden corregirse a fuerza de positividad y cambio de hábitos, como si la pobreza o la riqueza no importasen, como si la desigualdad o la injusticia pudiesen superarse a fuerza de flexiones o de meditación.

Y es que la «happycracia» puede llegar a ser una estupidez tan venenosa y cruel que culpa al propio individuo de esa infelicidad que ni siquiera puede permitirse, porque todo depende de la actitud y los pensamientos, de la correcta gestión de las emociones, como pregona la psicología positiva y la cultura de la autoayuda.

No es de extrañar, por tanto, que en medio de esta pandemia que ha dejado al descubierto nuestra vulnerabilidad y nuestra fragilidad, también como sociedad, uno de los libros con mayor éxito en España sea «El humor de mi vida», de la humorista y presentadora Paz Padilla, que relata la aceptación de la muerte de su marido por cáncer y bebe de esa filosofía que pregona que se puede ser feliz en cualquier circunstancia.

De hecho, Padilla reconoce que en este proceso su guía espiritual no ha sido otro que el polémico psicólogo Rafael Santandreu, que defiende que con una mente bien amueblada se puede ser feliz ante cualquier adversidad, incluso con una enfermedad grave o viviendo en un basurero. No sé qué tendrán que objetar al respecto las mujeres afganas que vuelven a ser presas de la tiranía brutal de los talibanes bajo esa cárcel portátil e infinita que supone el burka....

"Cada día es más frecuente el consumo de psicofármacos para mitigar la depresión y la ansiedad"

Al margen de ironías y de vuelta al primer mundo, a pesar de que la «happycracia» lo inunda todo, especialmente lo que más miramos, las pantallas de nuestros teléfonos móviles , donde todos nos rendimos, en mayor o menor medida, al postureo de la felicidad, lo cierto es que cada día es más frecuente en los países desarrollados el consumo de psicofármacos para mitigar la depresión y la ansiedad, las tristezas y los miedos, las inseguridades, el estrés y los agobios, una situación que se ha visto especialmente agravada con la pandemia.

Decían nuestras abuelas que «las penas con pan, son menos» y ellas sabían por experiencia propia que no iban desencaminadas, aunque también reconocían que existía «la pena del corazón», esa que «corre por las venas con la fuerza de un ciclón».

La vida puede ser bella, pero no es perfecta, como tampoco lo son los cuerpos que habitamos, aunque puedan parecerlo en la vida publicada de muchas personas.

En fin, que aún con todas nuestras necesidades cubiertas, siempre tendremos momentos de felicidad y de tristeza, de alegrías y penas, no nos engañemos, y estas siempre serán más llevaderas cuando podamos compartirlas con los demás, la mejor fórmula conocida, no solo para el divertimento, sino también olvidar quebrantos y desasosiegos, como hemos podido comprobar en el confinamiento.

Por ello, hay que hacerse el favor de no tratar de ser feliz continuamente, ni siquiera de aparentarlo, porque siempre es inútil y frustrante jugar con trampas al solitario y porque todos, absolutamente todos, estamos necesitados de autenticidad, de un «un mundo con más verdades», como cantaba el grandísimo Enrique Morente.

*Periodista