Llegada de españoles republicanos a México. Archivo.

Como algunas expresiones se ponen de moda sin más, ya casi nos hemos acostumbrado a leer, a propósito de cualquier asunto, que se trata de una «guerra cultural». ¿Un tema de alcance social? guerra cultural. ¿Un debate ético? guerra cultural ¿Un avance en los derechos individuales? guerra cultural, por supuesto. Ni que decir tiene que cualquier reivindicación, por muy justa que sea, será manchada con esta alusión violenta: el prestigio injustificado del conflicto la etiquetará como otra guerra cultural. Podemos tener la sensación de que todo entra en esa categoría... menos la misma cultura, que por su condición de punto de encuentro, y acaso también por la exigencia de atención que requiere, queda fuera del combate diario en los medios y las redes sociales.

En las últimas semanas la ciudadanía se ha visto casi acosada con declaraciones sobre la que parece la «guerra cultural» que determinará el progreso de nuestro país y el futuro de los más jóvenes: una interpretación de las relaciones entre América y España durante los años coloniales que se ha planteado, en muchos casos, desde la ignorancia. No, los nombres y apellidos actuales en América no establecen un origen nacional (¿alguien recuerda la escena de 'Raíces' en la que Kunta Kinte rechaza llamarse Toby?), ni el indigenismo es un movimiento de estos tiempos, ni las sociedades eran justas a ambos lados del Atlántico, ni la conquista fue un hecho sin discusión en la España del momento ni, sobre todo, esa épica grosera va a servir para aprovechar la enorme palanca de promoción económica que es la comunidad de la lengua. Me temo que para que haya guerra cultural no solo hacen falta ganas de guerrear, y es necesario también valorar la cultura, con un conocimiento desapasionado de los hechos y apasionado de las actitudes.

Pienso en todo esto los primeros días de octubre, alrededor de la Fiesta Nacional y de su tradición y referencias a la Hispanidad, porque no acabo de verme identificada con las emociones que se proponen; será porque me siento, sobre todo, del lado de la cultura y no de la guerra. Creo que frente a quienes exigen el perdón y a quienes lo niegan en nombre de un orgullo ajeno, hay muchas más virtudes que nos acercan al presente y nos pueden proyectar al futuro. Cada vez que escucho estas disputas siento la necesidad de proponer otra respuesta cercana pero muy diferente: el agradecimiento. Y un agradecimiento que se concreta en el país que con mayor intensidad centra este debate: cada vez que escucho alusiones a México, a la urgencia de pedir perdón o a la agreste desconsideración que presume de lo contrario, siento la urgencia de dar las gracias a toda América, pero especialmente a México. Nunca los españoles tendremos oportunidad de agradecer lo suficiente a México la acogida de nuestros paisanos exiliados. Estoy hablando de algo que no ocurrió hace cuatrocientos o quinientos años, sino de un acontecimiento del que hasta el año 2039 no se cumplirán los cien años: estoy hablando de nuestros abuelos, de quienes aún, aunque pocos, pueden recordarlo en primera persona.

Para esto sirve la cultura: para inquietar, para hacer preguntas, para proponer respuestas alternativas, para que veamos las cosas desde un ángulo diferente

Es posible que como extremeña entienda muy bien en qué consiste esa solidaridad que quiero agradecer, porque más cerca, en Barrancos, en la raya portuguesa, también se produjo, y en otros muchos lugares. Miles de españolas y españoles, no pocos de ellos extremeños, tuvieron que salir de su patria perseguidos, huyendo de la guerra y de una muerte segura (por cierto, ¿nos recuerda esto a algo muy reciente?). Como hoy, el mundo era también un lugar sembrado de conflictos, indiferente a buena parte del sufrimiento de los otros. Y México, con la valentía de su presidente Lázaro Cárdenas, acogió a esos españoles transterrados y se puso a su disposición. Ojalá hubiese, junto a la historia universal de la infamia, otra historia de los gestos que nos honran: allí estaría esta epopeya que, en su tragedia, termina bien. Y allí recordaríamos a extremeños que viven y mueren en ese México que desde entonces es también su país: Enrique Díez-Canedo, Carmen Viqueira, Emilio Criado, Jacinta Landa, Juan-Simeón Vidarte, Luis Alcoriza, Rubén Landa… los nombres de la cultura y la educación que allí consiguen rehacer su vida y dieron todo cuanto podían ofrecer.

Para esto sirve la cultura: para inquietar, para hacer preguntas, para proponer respuestas alternativas, para que veamos las cosas desde un ángulo diferente. Hoy, doce de octubre de 2021, quiero celebrar la Fiesta Nacional dando la gracias a América -a Argentina, Uruguay, Puerto Rico, Cuba, a tantos y tantos países que fueron generosos entonces- y singularmente a México por su acogida: su ejemplo no se puede olvidar y debe estar presente en cada debate que queramos abrir sobre nuestro pasado común. Y, más allá, su ejemplo es también un reto, que nos exige estar a la altura de nuestras circunstancias, de nuestro presente, de un presente que nos impone la misma generosidad y la certeza de que, si queremos disfrutar de un futuro común, debe construirse desde la cercanía, el respeto y la admiración mutua. Desde la cultura, en una palabra.