En las últimas semanas se están celebrando los congresos nacionales y regionales de algunos partidos políticos y lo sigo en los medios con una mezcla entre vergüenza ajena y cabreo.

Será que las exhibiciones onanistas de autobombo y ese afán por parecer una familia perfecta me resultan forzados e innecesarios, porque, no nos engañemos, a esos encuentros se va con todo el pescado ya vendido y todos esos aspavientos, sonrisas y palabras vacías están tan medidos y calculados que sólo sirven como pienso para votantes irreductibles.

Y no me refiero sólo a los bailecitos de Iceta (¿Iseta?) y Olona, no iguales estéticamente pero sí simbólicamente, por infantiloides. Tiene que ver también con el sonreír sin medida, prometer la regeneración de algo inamovible y clavar muchos puñales por la espalda, aunque delante de las cámaras se abracen como pulpos.

Porque ya saben que el fuego amigo es el más peligroso en los partidos políticos. Y porque a estas alturas todos tenemos claro que no se busca lo mejor para el ciudadano ni las personas más recomendables para estar a la cabeza en las listas. Se persigue colocarse bien en presidencias regionales, diputaciones, listas al Congreso o sillones al Senado. Pasearte y que se te vea, seguir haciendo alianzas y afianzar las promesas de futuras prebendas.

"Si esto fuera el Titanic todos ellos llevarían tiempo montados en las barcazas"

Y los ciudadanos asistimos atónitos (cada vez menos, y más acostumbrados) a esas idas y venidas, a banderitas que se agitan entusiasmadas y a viejas glorias (todas bien colocadas con suculentas jubilaciones) que salen de sus dorados retiros a bendecir a los candidatos en público.

A estas alturas de este artículo y tras dos años firmando esta columna se habrán dado cuenta del afecto que siento por nuestra clase política; siempre creí que la función de nuestros representantes era hacernos la vida más fácil, ser accesibles y dar respuesta a nuestras necesidades. El paso del tiempo y la actual catadura de nuestros políticos me han hecho darme cuenta de que si esto fuera el Titanic todos ellos llevarían tiempo montados en las barcazas de salvamento mientras miran impertérritos desde lejos cómo nos hundimos.

Así que en estos días congresuales procuro hacer lo que decía la viñeta de Forges: no enciendo la tele, porque si la enciendo, salen.

(¡Espera! Que estoy pensando ahora que sí, que seguramente esto sea ya el Titanic).

*Periodista