Nunca deja de causarme asombro la avidez con que se desliza diciembre e impregna nuestras vidas incluso sin haber sido convocado a su cuadrícula del calendario. Se agita como una bebida llena de burbujas y se empina por encima de noviembre como si no le importara demasiado saber qué llevan en la maleta sus días grises aún con el eco lejano de las misas de difuntos. 

A diciembre le importan muy poco los jirones de la memoria, únicamente se ocupa de inflar el globo rojo de su ego. Apenas se da cuenta que es percibido con hostilidad por gran parte de la humanidad reacia a tanta chatarra. A diciembre le encanta correr entre las espesas muchedumbres, jugar a perseguirlas, agobiarlas, tomarles el pelo con mil cuqui-trampas, robarles el dinero, anestesiarlas y finalmente reírse de ellas.

Espesas muchedumbres que llegan exhaustas a enero, con el adorno ajado de pluma de ganso en la cabeza y con la energía justita para sacudirse del abdomen las adherencias del exceso.

Diciembre transcurre en un vaso, resbala de copa en copa, se escabulle entre cajas, es un mes traga-bolas que entorpece el ritmo cardíaco de cualquier hombre tranquilo poco dado a las campánulas. 

Diciembre viene envuelto en una atmósfera ñoña que cala profundamente. En lo visual hay una abundancia de colores que en nada invitan al sosiego, a centrar el foco en la grandeza de aquello que se celebra. Hay abundancia de personas en las calles buscando…algo, alguien, todo. Espesas muchedumbres exhibiendo hábitos de consumo sin demasiado sentido común. 

Quizá lo que me pasa es que no soy del todo capaz de identificarme con esta Navidad desenfrenada que intimida y nos desconcierta cuando irrumpe sin permiso como un misil en los días grises de noviembre. Esto es algo que nos reduce a profunda soledad. Es un dolor navideño difícil de evitar cuando todo alrededor está dominado por la retórica de luminarias hacia fuera.

La mala noticia es que hay que transitar por esa ruta emocional que tantos corazones rotos deja colgando del abeto. Es como si atravesáramos un paisaje gélido que en realidad está abrasado por las huellas que deja el vacío. 

Cualquier paisaje tiene alma, en cambio, diciembre consume almas.

Es curioso cómo diciembre con su luz, arrolla y opaca almas. En cada esquina del mes se esponja más y más la oscuridad, ya no se mira la plenitud sino el vértigo de unos cuantos sorbos de champán y unos labios en los que depositar el último deseo del año. 

La Navidad modifica hasta el itinerario de los besos. Quieren bullicio no bostezo. Se vuelven empalagosos. Cogen el atajo de la apetencia y el empacho. Y esto también provoca una nostalgia infinita, pura gelatina. 

"La Navidad modifica hasta el itinerario de los besos. Quieren bullicio no bostezo. Se vuelven empalagosos"

Pero en honor a la verdad hay que decir que a diciembre le debemos al menos las más hermosas lágrimas, los más entrañables mapas emocionales. Provoca una alegría que pincha y crea asperezas poéticas.

En diciembre se para el tiempo y llueven estrellas rociadas como cabras de otoño, todo está empapado de licor y humo de tristeza.

Irremediablemente algunos días entran ganas de pasar la página del calendario y lanzar diciembre sobre el tejado de la primavera. Dan ganas de avanzar hacia territorios donde lo material sea menos tangible y necesario; donde no haya que envolver las palabras en espumillón de vaguedades.

Diciembre es un mantel nevado salpicado de migas plateadas, manchado de gotas de incertidumbre; diciembre es la mantelería sobre la que se vierte la compañía.

Todo el mundo sabe que diciembre es la insistencia en la herida y la reserva en el restaurante; la retórica del tiempo perdido.

Diciembre es el mes destinado a la filosofía del lujo donde nada es demasiado y el pensamiento se vuelve chocolate. Todo salta por los aires al llegar diciembre: el año, los días, los sueños, hasta el más mínimo resorte de la alegría.

Después… quedan las velas y la utopía.

* Periodista