El habano tiene su liturgia. Antes y después. Aún en estos tiempos de soledad. Más aún en estos tiempos de soledad. El rito nos hace civilizados. Más ahora que los fumadores de habanos tienen el aire de los náufragos vestidos de gala en su isla desierta. El habano y sus parientes dominicanos, nicaragüenses y hasta canarios… pero, por antonomasia, habanos. En España un cigarro puro ha sido siempre un habano.

El habano tiene en el cortejo su primavera. Y, como el amor, pide tiempo y maneras. Pide miradas. Un te quiero solo a ti entre los otros habanos del estanco o del humidor. Es esa una decisión que tiene su trémolo. Pide caricias. Tomarlo en la mano y acariciarlo hasta intuirle las hechuras y, por un instante, en la imaginación, sentarte a la mesa del torcedor. Olerlo en frío. Olerlo con respeto por todo lo que hubo antes. Por la tierra y por la gente. Por el son y por la caña. Y volver a las caricias, volver a buscarle los aceites hasta llevártelos entre los dedos, tratando siempre de descubrirle los misterios a ese amante incierto que en un habano. Y también, si se tercia, en silencio, hablarle.

¿Cortar o encender? ¿Qué va por delante? Los hay circenses que argumentan que lo primero es encender y luego cortar. No me incluyó Dios entre ellos. Corto en frío sin temor a las quemaduras. El corte y el encendido son dos tareas que exigen a la par delicadeza y precisión. Nada tan personal como el corte. Cada amante tiene su corte. Hay quienes prefieren los cortes rectos, severos, casi hirientes; otros, los cortes redondos, sutiles, casi indoloros. Cuanto mayor sea el corte más tiro y a más tiro más temperatura… pero menos intensidad. Casi como en el amor…

Antes de encender, calentar. Templar el habano como queriendo prolongar los placeres anteriores a la cópula. Además, así enciende mejor. Cedro, largas cerillas de madera, soplete… todo vale excepto la gasolina que es, precisamente lo que yo prefiero. No renuncio a semejante perversión, no renuncio al olor narcótico de la gasolina. No renuncio al zippo, ni al chasquido de abrirlo una y otra vez, como si su sonido anunciara la hora mágica y magnífica de darle fuego al cigarro. Se escoja lo que se escoja, todo cuidado es poco a la hora de encender un habano. Ante todo, atención. Ligeramente inclinado frente a la llama y sin que ésta llegue a tocarlo en demasía. Que el pie arda todo por igual. Que encienda limpio, sin aberrantes tiznados más propios de barrabases que de enamorados. Encender lo es todo, lo demás se te dará por añadidura y es mucha la añadidura…

Luego basta con soplar tiernamente, candorosamente, sobre la brasa para comprobar que está al rojo. Sin meneos indecentes. Sin brusquedades. Y en esto el primer beso, la mayor ventura. La plata del humo te golpea con el vaivén de las olas mientras oyes gemir las hojas de tripa al crepitar. Las primeras caladas, las más hondas. Nada tan placentero como ese primer tercio del puro, cuando la ceniza aún no ha caído y la temperatura es perfecta. Abandónate. Aguanta la ceniza hasta que caiga por su propio peso. Échate a volar…

El cigarro puro requiere calma. Y tiempo por delante. Y un buen acomodo; nada de ir de aquí para allá como un zascandil con el puro en las manos; quema peor y, además, nada es más triste que un fumador atareado. El habano pide toros, libros y tertulia. Y ron. Y brandy. Y más. Y más toros y más libros y más tertulia. Pero todo despacio, como se torea, como se ama. Mano izquierda y corazón.

Y respeto. Cuando a tu amante le llegue la hora deja que muera dulcemente, sin violencias. Recuerda que en el fumar, como en el amar, casi todo vale. Pero no todo.

*Abogado