Uno de los profesores de mi antiguo colegio, José Antonio García Recuero, publicó días atrás en su muro de Facebook la fotografía de un plinto piramidal. «¿Te tocó saltarlo en las clases de gimnasia?», nos pregunta. 

Claro que me tocó saltarlo. Ha pasado mucho tiempo, pero sigue fresco en mi memoria esa suerte de insufrible toro de madera. 

Algunos de los antiguos alumnos –yo entre ellos– hemos manifestado en dicho muro de Facebook el poco cariño que le teníamos a este potro de tortura, y lo que me llama la atención es que ahora yo pueda decir abiertamente que temía a ese aparato sin necesidad de sentirme culpable o frágil, sin necesidad de parecer inferior. 

Yo hacía entonces mucho deporte, pero nunca pude ganarle la partida a aquel potro de gimnasia. Cuando llegaba la hora de saltar, me intimidaba, y veía no un aparato de madera sino un toro de verdad, un toro vivo, con sus cuatro patas, sus cuernos, su mirada fiera. Pese a las invectivas del profesor de gimnasia, o no era capaz de saltarlo, o me chocaba estrepitosamente contra él. 

La infancia es una edad maravillosa, la mejor de todas, pero no está exenta de servidumbres. La necesidad de ser competitivos en todo momento es una de ellas. Eso lo veo ahora, que éramos innecesariamente competitivos y había que reírse sin motivo de quien fracasaba ante un toro de madera o farfullaba en la clase de Inglés. Entonces tratar de ser el gallo en el corral nos parecía lo correcto. 

La foto del dichoso plinto se antoja un fotograma anticipado de los muchos potros con los que, como adulto, acabaría topándome en la vida. Pero si algo he aprendido con la edad es a sobrellevar con cierta abnegación las derrotas, dejar a un lado el pensamiento de que el fracaso es un estigma que nos acompañará hasta el último de nuestros días. 

Tan importante como saltar los potros de la vida es levantarnos con buen ánimo cuando caemos ante ellos.

*Escritor