No sabe la cantante Aitana cuánto me conmoví con sus palabras al recoger el Premio Ondas Nacional al fenómeno musical del año hace un par de semanas. Lo dedicó a su familia, hasta ahí lo normal y se emocionó mucho, como es natural. Luego habló dirigiéndose a sus padres: «Quiero deciros que gracias porque he tenido una infancia muy feliz y vosotros también tuvisteis una infancia muy feliz, pero no tan fácil como la he tenido yo y realmente esto es gracias a que después del colegio, cuando salíais de trabajar y veníais a recogerme, me llevabais a clase de canto, de piano, de inglés, a todas las clases posibles para que yo tuviera una educación perfecta y me enriqueciese de todo eso y no supe valorarlo tanto en el momento». Ahí me tocó la fibra: al fin una reivindicación de las extraescolares. Esas actividades fuera del horario lectivo infantil que devoran la energía de miles y miles de padres y madres todos los días de la semana, incluidos sábados y domingos. 

Tienen un propósito todas esas carreras para aparcar y llegar a tiempo, esas meriendas aceleradas en el parque de al lado o en el coche, esa media docenas de bolsas de deportes diferentes con sus respectivas fiambreras, ese desembolso astronómico que le arrea un mordisco considerable al presupuesto doméstico y esa planificación semanal que se ríe de la que requirió el desembarco de Normandía. No pretendemos que nuestros hijos merezcan una nominación a los Grammy Latinos o un galardón de Los 40 Principales como Aitana, ni que lleguen a obtener un Balón de Oro como Alexia Putellas o un Goya o un Nobel o el Cervantes. Nos conformamos con que no pongan cara de jabalí cuando les recuerdas que hoy toca judo, esa disciplina que eligieron y consiguieron después de semanas de dar la lata.

Los que atravesamos la ciudad tres o cuatro veces por semana para que los niños naden, bailen, toquen el clarinete (porque siempre se cumple la ley de que no hay cerca de casa nada de lo que te interesa), y los que cruzan la isla para que los niños compitan bien temprano el sábado por la mañana, queremos una hija como Aitana que da las gracias y ejemplifica que todo pasa no solo por algo, sino para algo. Para que se formen y disfruten de las cosas bellas de la vida y la cultura. Para que crezcan saludables, hagan amigos para siempre y aprendan a trabajar en equipo. No es fácil acertar con las extraescolares; como con la sal, tan malo resulta pasarse como quedarse corto. Cuando has conseguido incrustar una clase de repaso entre el conservatorio y el entreno, y estás esperando al pairo que pase el rato, aburrida de mirar escaparates, te llega al móvil un reportaje con el consejo de un experto que dice que las extraescolares son veneno para los pequeños, que les estás arruinando la infancia con tus elevadas expectativas sobre sus capacidades y necesidades, que precisan tiempo para jugar e incluso para aburrirse. Que tienen muchos años en la vida adulta para aprender solfeo, practicar tenis o iniciarse en la robótica. Que eres una madre tóxica que te los quitas de encima. Y aunque en tu fuero interno sabes que las extraescolares al menos cumplen la misión de alejarles de la tablet, la tele y el videojuego, y que ningún niño ha enfermado por saber demasiado inglés, qué bien que llegue esa Aitana tan guapa, tan resplandeciente, tan lista y te haga un guiño secreto, mandándote el mensaje de que lo estás haciendo bien.

*Periodista