Bajé a probar la pipa. La otra, la de fumar. Si me dejo caer, caigo en verde. Una plazoleta arbolada. Y umbría. Lo suyo. Ahora que la rodilla me cruje casi prefiero dejarme caer. La rampa muere en verde. Mi portal tiene de todo: escalones, rampa… y portero. ¡Hola Juan! ¡Hola Don Pepito! Lo demás son cuatro pasos. El jardincillo umbrío bajo las inmensas copas de los árboles. Las dalias y las rosas como en las cajas de galletas surtidas. Árboles en un cruce de calles peatonales. Cierto silencio y cierto amparo.

Mi parque tiene cinco bancos de madera. A la intemperie. Como la columna. Cinco. Solo cinco. Cuando era chico los bancos eran siete, como siete eran los Niños de Écija. Los siete grandes. De los de Écija solo quedan el Tempranillo y el Tragabuches, y en mi parque, cinco bancos de madera que lo mismo vino de Cuba que de Filipinas.

Cinco bancos, una pipa de madera de brezo y lo que va quedando. A esta hora en que anochece aún puedo escoger. Banco. Y pipa. Hace tiempo que no fumo en pipa. Mi primera pipa me la compré siendo estudiante en Salamanca. De todo aquello no queda ni el humo. Ni la plata. A esta hora en que anochece los bancos se van ocupando. Los cinco en círculo. No más de diez metros entre uno y otro. Enciendo. Primero llegan dos muchachas que fuman; no sé el qué. Ahora se fuman extrañas mixturas. En la oscuridad los móviles iluminan sus rostros. Son muy jóvenes. Mucho más jóvenes que cuando yo me compré aquella primera pipa. Quema bien mi pipa.

En un patinete a motor llega un joven de poco más de veinte años. Parece un repartidor. Viene con el gesto cansado. Cansado de trabajar, supongo. Otro que fuma. No distingo el qué. Empiezo a tener la sensación de haberme acomodado en un calmo y placentero fumadero de opio…

Ya es noche cerrada. Las luminarias municipales apenas iluminan. Una vecina hace fotos de su balcón cuajado ya de Navidad. En eso, en diagonal, cruza una pareja de buen aire. Él y ella. Ella y él. Se sientan en el banco que hay frente a mí. Bellos los dos. Hablan. Tontean. Fumo. Ellos no. A mi derecha tres zangolotinos se desparraman sobre el único banco que queda libre. Se desparraman, pero consiguen conservar los móviles en funcionamiento entre las manos, a solo unos centímetros de los ojos, mientras se balancean como chimpancés. Y ríen y gritan y aúllan... Ya estamos todos.

 Vuelven los pájaros a sus nidos y la vecina a su árbol de luces del tercero izquierda. La pipa quema del tirón. A veces una pipa basta para ser levemente feliz. Aquí, bajo las ramas tupidas de tanto árbol, no se ve el cielo. Ni las estrellas, ni la luna. Aquí la noche te aprieta a traición. Hay una edad en que no te sientas en los bancos de parque alguno. No. Nunca. Una edad altiva en que pasas sin detenerte. Los bancos del parque están hechos para antes y para después. Pasan. Pasan dos mujeres con las bolsas de su compra cara. Y dos hombres con los negocios entre los dientes. Pero no paran. Ni miran. En los bancos del parque solo se sientan los que no tienen donde sentarse.

En eso, el del patinete arranca y se va. Y la pareja, que ya llevaba un tiempo jugando con fuego, arde sin remedio. Y echo cuentas. Es la primera vez que me siento en los bancos del parque. Ni palomas, ni migas... Solo una pipa, una bruken de brezo y vulcanita. Y, aunque queda tabaco en el hornillo -virginia, latakia y algo de penique-, decido levantarme y marchar, no vaya a ser que alguien piense que por las noches baja al parque un viejo mirón.

*Abogado