Parece mentira que cerca de dos años después de que comenzara este calvario sanitario todavía exista gente que no haya querido aprender lo que es ya evidente a ojos de cualquiera. Aún más sorprendente resulta que los poderes públicos sigan flotando en las nubes mientras el virus arremete una y otra vez contra la población. Y está claro que el nivel de tensión que todos mantuvimos en los peores momentos de la pandemia no se podía sostener a lo largo de casi dos años. La salud mental y la economía no habrían podido soportarlo. Pero, entre aquello, entre el cierre total, el confinamiento, las restricciones de libertades, la fobia y el pasotismo, el triunfalismo, la irresponsabilidad y la relajación absoluta hay un trecho infinito que, de momento, nadie puede recorrer sin arriesgar su integridad y sin poner en peligro la de los demás. Tras una gestión nefasta de la crisis, en la que el gobierno negó el peligro, animó a mantener reuniones masivas, dijo que las mascarillas no eran útiles, calificó como “insolidarias” las FFP2, impuso estados de alarma ilegales y afirmó que se había doblegado al virus, se fió toda la estrategia sanitaria al éxito de la vacunación. Y, si bien es cierto que los beneficios de las vacunas son enormes y evidentes, también lo es que su inoculación robustece nuestro sistema inmunitario, para que pueda combatir con mayor eficacia al virus, pero no lo convierte en un muro infranqueable, dado que el vacunado se puede seguir infectando e, igualmente, puede seguir contagiando a otras personas.

Como esto es una evidencia científica, no se entiende el motivo por el que el gobierno se puso a hibernar, en lugar de insistir, a través de campañas informativas y comparecencias públicas, en que la vacuna nos protege frente a los efectos más dañinos del virus, pero ni nos impide contraerlo ni transmitirlo. Sí corrieron nuestros gobernantes, en cambio, para colgarse la medalla de una campaña de vacunación exitosa, que es fruto del esforzado trabajo de los sanitarios y de la responsabilidad ciudadana. E, inmediatamente, procedieron a relajar los protocolos, y a emplearse a fondo en las minucias del más zafio politiqueo. De ahí que, en lo sustancial, todo siga funcionando igual de imperfectamente que antes. A día de hoy, sabemos que las mascarillas, el agua y el jabón y el gel hidroalcóholico son elementos indispensables para evitar los contagios, que es fundamental la ventilación de los espacios cerrados y que los test y un rastreo concienzudo nos suministran una información mucho más útil que el pasaporte covid. Pero el gobierno y no pocas personas parece que piensan que con vacunarse y acreditarlo ya está todo hecho. Y para nada es así. La vacuna es parte imprescindible de la solución. Pero, al menos de momento, no es la solución en sí misma.

*Diplomado en Magisterio