Ya han pasado diez años largos desde que la quiebra de Lehman Brothers, el gigantesco banco de inversiones norteamericano, hiciese tambalear los pilares del sistema y se empezara a hablar de lo que fue el mantra de la gran crisis financiera de 2008, la necesidad de «refundar el capitalismo».

Ni esto ha ocurrido ni tampoco saldremos mejores de la pandemia, como también se repetía en los días más duros del confinamiento, por la sencilla razón de que la especie humana no suele caracterizarse por aprender de sus errores.

Hace más de 230 años dejamos atrás el Antiguo Régimen y la Revolución Francesa proclamó aquello de Libertad, igualdad, fraternidad para marcar el inicio de la Edad Contemporánea y las bases de la democracia moderna.

Ahora, sin embargo, hay quienes claman únicamente por una libertad sin límites precisamente para no poner cortapisas al enriquecimiento de unos pocos, también sin límites y sin importar para nada esa igualdad y fraternidad que representan la dignidad y la paz social en cualquier sistema democrático.

«¿Esto es un saqueo? No, es el mercado, amigo». Así justificó un chulesco y bravucón Rodrigo Rato en el Congreso de los Diputados su enriquecimiento y el de otros que, como él, terminaron entre rejas tras el caso de las tarjetas black.

Ese mismo Rodrigo Rato, con su «es el mercado, amigo», fue quien propició el mayor rescate financiero de la historia de España, con una inyección de más de 22.000 millones de euros de dinero público a Bankia tras su desplome en Bolsa. Lo de siempre: no repartir beneficios, pero socializar las pérdidas desde el minuto uno.

Por ello, después de todo lo vivido en la última década y tras un verano y un otoño olímpico en España, en el que la verdadera «pulverización de récords» ha correspondido al precio de la luz, que ha desbocado al IPC para castigar aún más a las familias, no puede dejar de sorprenderme que un diputado de la Asamblea de Extremadura, por muy liberal que sea, argumentara recientemente que «intervenir el mercado no deja de ser otra cosa que aplicar técnicas del comunismo».

Lo dijo, para criticar, que el Gobierno haya elaborado una ley que prioriza el alquiler social en un país en el que el derecho a una vivienda digna está recogido en la Constitución, pero en el que los jóvenes no llegan a emanciparse sencillamente porque no pueden permitírselo aunque trabajen.

Pero, al margen de esta ley en concreto, el debate es mucho más complejo que la simple dicotomía capitalismo-comunismo, por otro lado ya invalidada en economía después de que China, el gigante comunista sea también el principal gigante comercial del globo y esté en puertas de convertirse en la primera superpotencia económica, con 324 de sus conciudadanos entre los multimillonarios reconocidos por la revista Forbes.

El debate está en si puede, y sobre todo en si debe, un gobierno elegido democráticamente por sus ciudadanos frenar los abusos de ese intocable mercado para algunos, cuando sus excesos pueden llegar incluso a vaciar pantanos en tiempo de sequía solo para proteger el «sagrado beneficio» de unos pocos.

En España ha ocurrido esto este verano y es que en España, hasta ahora, los gobiernos más proclives al intervencionismo se han caracterizado por ser más liberales de lo que pregonaban y al revés ha ocurrido con los seguidores de Milton Friedman y la Escuela de Chicago, aunque el debate político parezca que se polariza justo en unas diferencias que, a la hora de la verdad, no son tan grandes.

En este carajal, unos y otros aplauden ahora esa vuelta al modelo keynesiano al que nos ha llevado de nuevo la pandemia, cuando después de las políticas de austeridad o más bien de austericidio, Europa y Estados Unidos apuestan de nuevo por el gasto público para intervenir en economía.

Bienvenidos todos a ese seguro de vida que estas políticas suponen para un capitalismo humanitario y sostenible, a pesar de que sus detractores vean también el fantasma comunista en las teorías del pleno empleo o del Estado del Bienestar de Keynes.

Estados Unidos se prepara para regular a las grandes tecnológicas y el canadiense David Card ha sido uno de los galardonados este año con el premio Nobel de Economía por analizar los efectos del salario mínimo, la inmigración y la educación en el mercado laboral.

Son pasos ante unos cambios que se vislumbran como urgentes por la superviviencia del propio sistema, porque los emprobrecidos no consumen y porque no vale ley de la selva para que la desigualdad campe a sus anchas sin ningún pudor. La política debe recobrar su autoridad reguladora para protegernos a todos como única forma también de preservar la democracia.

*Periodista