Angela Merkel se ha despedido. Figura clave en la política alemana, deja su mandato cuando quizás más se la necesite en la Unión Europea. A pesar de las agrias críticas de los sectores más radicales de su país, puede decirse que, por encima de todo, la canciller firma un exitoso mandato. Flexible hasta el punto de gobernar en coalición con socialdemócratas, su gestión se ha visto coronada por la eficacia en lo político y la eficiencia en lo económico. Y, pese a la gran atonía económica que estamos sufriendo a causa del coronavirus, ha sabido poner en práctica en cada momento las medidas de estímulo necesarias, defendiendo a su país e impulsando la concordia entre los gallos de pelea que pueblan el corral en que se está convirtiendo el panorama mundial. Austera y honrada en lo personal, bien puede ser el espejo en el que se miren otros líderes. 

Se marcha una verdadera directora ejecutiva (los pedantes dirían CEO) de la Europa unida. El vacío de liderazgo que deja pone de relieve una vez más el problema interno de la UE. Las razones por las que los británicos votaron su salida siguen intactas. Hemos perdido la preponderancia y el protagonismo que antaño teníamos. Los euroescépticos y populistas están en ascenso porque se aprovechan de la importancia que va perdiendo Europa. Sus líderes, incapaces de ofrecer al conjunto de los europeos un auténtico proyecto de futuro, solo se preocupan de sus problemas nacionales y parece que soslayan el objetivo de una vida en común. Los intereses económicos se anteponen al proyecto social. El ciudadano de a pie, desorientado y a veces atónico, siente lejos a Europa. La UE solo ha navegado con buen rumbo cuando el timón lo han manejado grandes líderes. Ahora no abundan. Estamos en manos de funcionarios tecnócratas. Se impone, pues, un cambio de timoneles, de velocidad y hasta de rumbo. 

Hay que reorientar el rumbo hacía un modelo productivo más social y solidario. En estos momentos una confederación europea puede resultar utópica. Los Estados-nación llevan demasiados años implantados como para intentar restarles soberanía y privilegios. Pero no hay que cejar. Más pronto que tarde, los gobiernos nacionales deberán comprender que en una economía mundializada las pequeñas naciones carecen de importancia y se vuelven irrelevantes. 

Desde Carlomagno, la europeidad ha sido el motor que, en diferentes momentos de la historia, ha empujado al Viejo Continente hacia un destino común de paz y progreso. Por eso no debemos pensar que la idea de una Europa unida haya naufragado. La unión es más necesaria ahora que nunca, quizá la carencia de líderes carismáticos sea una cuestión pasajera y pronto dispondremos de más. La semilla de la unidad ha prendido en la ciudadanía y sigue impulsando la nave que nos permitirá arribar a buen puerto. 

En todo caso, los que se mantienen en su cerrilidad y fanatismo histórico deben reflexionar sobre lo que España sería sin la UE. No habríamos disfrutado de los fondos de cohesión que nos han permitido construir autovías e infraestructuras. Los agricultores no tendrían PAC. ¿Quién compraría nuestra deuda pública? Sin el euro viviríamos en un sistema monetario inestable. No habríamos podido adquirir millones de vacunas a precios asequibles (recordemos lo que pasó con las mascarillas). Los consumidores estaríamos más indefensos. En suma, no habríamos alcanzado el actual nivel de bienestar y quizás hubiéramos sufrido algún tic antidemocrático. 

La Unión Europea no es perfecta. A pesar de todas las críticas que podamos hacerla, no debemos olvidar que apuntala nuestra economía y nos hace relevantes en el mundo. Además, es un muro infranqueable contra las tentaciones totalitarias. No cabe duda de que sin la UE nuestra vida en lo económico y lo social sería mucho peor. Luchemos, pues, por conservar y fortalecer esta Unión. Corrijamos lo que haya que corregir. Para eso necesitaremos políticos de la talla de Angela Merkel. Surgirán. Sin duda ninguna.

*Catedrático de Derecho Mercantil de la Uex