Hay gente tan devota de la lectura que hasta lee los prospectos de los medicamentos. Pronto dejarán de hacerlo, al menos en el actual formato de papel, si se concreta el plan de la industria farmacéutica por el que se pretende eliminar esa hojita llena de información a menudo disuasoria sobre el producto. Todo sea por el medio ambiente.

No es que los fabricantes de medicinas quieran cuidar de sus clientes más aprensivos ahorrándoles detalles de alarma sobre las contraindicaciones, las interacciones y los posibles efectos secundarios de cada poción. La idea consiste, simplemente, en sustituir el viejo papel por un código que los interesados podrán descifrar fácilmente con su móvil.

Si el prospecto era ya un género literario de baja frecuentación por el lector, es de suponer que con esta medida pierda todo interés para la clientela de las farmacias. Solo los hipocondriacos de manual, dotados además de la necesaria destreza en el manejo de las tecnologías, se tomarán el trabajo de bajarse al telefonillo la prolija información de sus medicinas. 

Calculan los urdidores de esta iniciativa que España se ahorrará unas 2.600 toneladas de papel al año cuando el proceso de sustitución digital termine. No aclaran si ese beneficio ecológico se trasladará también a un ahorro en el coste de sus preparados farmacéuticos; pero tampoco se trata de eso. 

Lo importante es que avanzaremos en la digitalización -y, por tanto, la simplificación- del consumo de remedios para la salud quebrantada. A esa ventaja hay que añadir otras no menos relevantes, como por ejemplo la disuasión de la lectura de unos prospectos difíciles de entender para quienes no estén duchos en ciencias médicas. 

Parecería más práctico que los prospectos fuesen algo más breves e inteligibles, tanto da si en su presente versión de papel o en la digital del próximo futuro. Eso pretendía, por cierto, la Ley de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios cuyo fatigoso nombre no apela precisamente a la brevedad. 

Aquella ley de botica aprobada años atrás por el Gobierno obligaba a que los prospectos medicinales estuviesen escritos en lengua llana y lo bastante comprensible como para que hasta un político pudiera entenderlos. Que, a la cefalea, un suponer, se le llamase dolor de cabeza o al ácido acetilsalicílico, aspirina; entre otras simplezas. 

No hay noticia de que tales disposiciones legislativas hayan mejorado gran cosa la legibilidad de las informaciones que acompañan a los medicamentos, como podrá comprobar cualquiera que incurra en el vicio de leer qué es lo que le han recetado. En esto se conoce que, contra lo que muchos creen, las publicaciones en el BOE no obran efectos mágicos.

Muchos no han de ser, en realidad, los que hoy se aventuran a descifrar las barrocas instrucciones de uso de los medicamentos; y aun menos, presumiblemente, los que lo hagan cuando el papel deje paso al código QR. 

Siempre habrá quien se queje, como es habitual, de la pérdida de otra tradición que se nos va por el desagüe del siglo XXI; pero en este caso no hay motivos de fuste para el lamento. Salvo los adictos al folleto farmacéutico, gremio raro y en extinción, casi nadie va a echar en falta el papelito.

*Periodista