El último día de su vida laboral, antes de jubilarse, lo pasaría adecentando el tiovivo, uno de cuyos caballos había sufrido desperfectos y tenía desconchones en la pintura. Desayunó con incertidumbre. Se repasó la barba oyendo las noticias y tras la ducha se enfundó uno de los tres monos azules de los que disponía. El que estaba más viejo de los tres. Viejo pero limpio y planchado.
El mono que llevaba aquel día que el parque de atracciones cumplió treinta años y hubo entrada gratis para los niños del barrio. Tomó el autobús. Saludó a los de siempre, preguntó al conductor por la salud de uno de sus hijos y se aseguró, una vez sentado y por tercera vez, de que en la fiambrera llevaba el bocadillo de jamón y queso manchego. Gotita de aceite. No había podido sentarse en el asiento que le gustaba, un poco al fondo pero no al fondo del todo, a la derecha, ventanilla. Miró la ciudad procurando descubrir nuevos detalles en un paisaje trillado de calles dormidas. Llegó al parque y saludó a los compañeros. Lunes. Los lunes el recinto cierra. Es el día grande de la brigada de mantenimiento.
Su jefe bromeó con él, anda que la vidorra que te vas a pegar, le dijo palmeándole la espalda. Dos de sus compañeros se dirigieron a la zona de los coches de choque, que siempre daban mucho trabajo y que debían estar a punto para la gran afluencia que se esperaba durante las vacaciones de Navidad. Él ascendió por la pequeña pendiente donde se enclavaba el tiovivo, justo al lado de la atracción conocida como el látigo, ahora la favorita del público tras años de reinado de la noria. Puso pie en la atracción. Miró. Revisó. Y se subió en el caballo maltrecho para hacer una prueba de carga.
Noventa y cinco kilos de operario de mantenimiento bien repartidos en un cuerpo de un metro y ochenta y pico centímetros de largo. Oyó entonces un leve sonido, un crujido, que por un momento no supo distinguir. No sabía si procedía de la madera del caballo o de su propio cuerpo. Pero era el sonido del propio mecanismo del tiovivo, que con él montado en el caballo desconchado comenzó a girar, se puso en marcha. Se encendieron las luces de la atracción y comenzó a sonar el soniquete.
El tiovivo cogió velocidad y, sin saber de donde habían salido ni cómo no los había visto, atisbó a todos los compañeros del parque, que asomaban por la pendiente y lo jaleaban y le aplaudían coreando su nombre y dando vivas. Esta vuelta es en tu honor, le pareció oír que gritaba uno de sus colegas. Se agarró fuerte al caballo.
*Periodista