Cuando eres padre descubres que los regalos (de Navidad, cumpleaños, de Reyes) en realidad no les importan gran cosa a los niños pequeños. Sí, claro que están entusiasmados con recibir el puzle, el libro de aventuras o el juego de plastilina, pero no son los artículos en sí lo que les supone una gran alegría, sino todo lo que envuelve al regalo, y no me refiero al papel, sino a las expectativas.

"El regalo de saberse queridos, de saberse premiados, la certeza de que tienen una familia"

Mis hijos, de 6 y 8 años, son prueba de ello. Les fascina saber que tendrán regalos en una fecha determinada, y contabilizar cuantos días quedan no hace sino magnificar el evento. Ese es el regalo. El regalo de saberse queridos, de saberse premiados, la certeza de que tienen una familia que, calendario en mano, asegura la diversión. 

Y si hay una ficción de por medio (Papá Noel, Los Reyes Magos, el Ratón Pérez), la algarabía es mucho mayor. ¡La ficción, que haríamos sin ella (niños y adultos)! Los niños porque encuentran en ella la forma más divertida de crecer mientras conocen el mundo, y los adultos porque, conociendo demasiado bien este mundo, necesitamos decrecer, regresar de un modo u otro a la infancia, ese paraíso efímero cuya pérdida, inconscientemente, se nos hace insoportable. 

Si contarles la verdad a mis hijos no fuera cruel y contraproducente, les diría: «Disfrutad, hijos, de vuestra inocencia. Eso sí es un regalo, y no lo que puede comprarse en un centro comercial». 

Pero mientras descubren que están en la edad de oro –¿cómo podrían saberlo ahora, si nunca han vivido otra edad?–, siguen proyectando sus ilusiones en regalos de los que, en la mayoría de los casos, no se acordarán pocos días después de recibirlos. 

Si los adultos seguimos atornillados a esta absurda rueda de consumismo es porque aspiramos a recuperar, por unos instantes, la añorada infancia que el paso del tiempo nos robó. 

Nuestros hijos son, ay, lo que ya nunca seremos.