El año 2021 terminó, allá por el lejano Oriente, con dos consultas electorales muy distintas, aunque con puntos en común. El archipiélago de Nueva Caledonia, en el Pacífico Sur, territorio francés de Ultramar, con una población de 272.000 habitantes, celebró un referéndum de independencia, en el que el 96,5 % de los votantes optó por el “no”, prefiriendo seguir siendo ciudadanos franceses, aunque la Torre Eiffel les quede en las antípodas, antes que miembros de un estado independiente de porvenir incierto, por más que su población originaria, los “kanakos” (“humanos” en su lengua austronesia) pueda presumir de una historia de al menos 9.000 años, y que haya sufrido el expolio y la opresión de sus habitantes, primero por los colonizadores británicos (fue el navegante James Cook quien la bautizó con su nombre actual, pues las costas le recordaban a su natal Escocia, Caledonia en latín) y luego franceses, que alternaron el palo y la zanahoria en su trato a los nativos.

El resultado, con todo, es engañoso: con una abstención del 55 %, después de que los independentistas llamaran al boicot del referéndum, todo parece indicar que, como la catalana, esa pequeña sociedad isleña se halla partida por la mitad en cuanto a sus sentimientos de pertenencia. El dato de participación apenas fue mencionado por la prensa gala, y el presidente Macron anunció orgulloso que “esta noche, Francia es más bella porque Nueva Caledonia ha decidido seguir siendo francesa”. En realidad, lo decidió un 43 % de su población, pero seguramente con buenas razones, poniendo por delante, antes que los agravios del pasado, las perspectivas del presente y del futuro. Formar parte de un país de 67 millones de habitantes, y con una influencia como la de Francia, ofrece otras opciones que las de un país que tendría menos habitantes que la ciudad de Valladolid. Que se lo digan a Christian Karembeu, aquel jugador del Real Madrid nacido en Lifou, a orillas del Pacifico, y que ganó Mundial y Eurocopa con la selección gala.

"Muchos viven influidos por la mitología romántica de la liberación de los pueblos, y la demonización de los imperialismos"

Todavía muchos viven demasiado influidos por la mitología romántica de la liberación de los pueblos, y la demonización de los imperialismos. Hay imperios e imperios, y uno se plantea, por ejemplo, si muchos habitantes de Guinea Ecuatorial no vivirían mejor si no se hubieran independizado de España en 1963. Serían hoy ciudadanos de la Unión Europea, con todas las ventajas que ello implica, y no vivirían bajo la férula del dictador Teodoro Obiang, que expolia los recursos de su pueblo y ha designado a su hijo como su sucesor, a modo de monarquía.

Que los imperios tenían sus ventajas lo saben bien los habitantes de Hong Kong. Ante la descolonización del Imperio Británico, se burlaba el escritor Albert Caraco que, de haber tenido los ingleses siempre la misma mentalidad pacifista, la lengua inglesa no se habría hablado nunca más allá de Dover, en Estados Unidos se hablaría francés y en Irlanda, seguramente, español.

A los británicos, y a los hongkoneses, los engañaron como a chinos con eso del “un país, dos sistemas” y ante la indiferencia del mundo, los hongkoneses han visto cómo a sus hijos ahora se les obliga a alzar la bandera y cantar el himno chino, mientras que el God save the Queen se convierte, para algunos, en un himno de resistencia y Londres, en el asilo para los exiliados que defendieron la democracia frente a Carrie Lam, la detestada presidenta de Hong Kong, al servicio de Pekín. En las primeras elecciones donde solo se aceptaban “partidos patriotas”, la participación cayó más de la mitad, a un 30 %, y ello a pesar de las coacciones. Hoy día, dibujar un paraguas (símbolo de las protestas de 2014 contra China) es considerado subversivo, y puede llevarte a la prisión, donde ya hay cientos de disidentes.

*Escritor