La inocencia es un don, y su pérdida un triste acontecimiento que nos acerca al final de la infancia, ese tiempo feliz al que, a lo largo de los años, deseamos retornar una y otra vez. No son pocos los que, en la actualidad, defienden que el ser humano ha de desprenderse de los velos de la infancia para llegar a la adultez sin ser devorado por las bestias de colmillos afilados con las que irá tropezando a lo largo de las primeras etapas de su travesía vital. Algunos de estos mismos celebran, incluso, la pérdida prematura de la inocencia como los aficionados que jalean a un ciclista cuando logra coronar una cumbre. Pero somos muchos también los que pensamos que no hay que tener prisa a la hora de quemar etapas, que no hay que correr para perder esa inocencia primigenia que nos acompaña durante nuestros primeros años de vida, y que hay que conservar esa virtud -o al menos sus rescoldos- todo el tiempo que se pueda. Hay quienes confunden la inocencia con la ignorancia o la tontuna. Y no son lo mismo.

Es cierto que el niño ignora muchas realidades, y así ha de ser, porque sus estructuras cerebrales y su constelación emocional no están listas para asimilarlas. Pero la inocencia va más allá de la ignorancia; dota al niño de una mirada, una capacidad de sorpresa, una sinceridad, una creatividad y una expresividad puras, no oprimidas por corsés ni condicionadas por tabúes u opiniones externas. Luego, las vivencias de cada cual irán enturbiando poco, nada o mucho esa mirada límpida, y llenarán el fondo del almario de experiencias más o menos gratificantes, esperanzas e ilusiones, decepciones y fracasos, victorias y batacazos, vitaminas y veneno, cinismo y nobleza... Algunos tratarán de aniquilar a su yo incorrupto, porque su clarividencia y su pureza les supondrán un estorbo para el desarrollo de equivocados proyectos del presente y el futuro. Y otros, sin embargo, nos empeñamos en mantener viva al menos una parte de aquel niño que fuimos, porque somos conscientes de que le debemos lo mejor de lo que somos, de que sus referentes siguen siendo los nuestros, de que los recuerdos que atesoramos tienen su raigambre en su tiempo, de que la levedad de aquel mundo en que vivimos nunca volverá a ser posible o de que, cuando éramos solo lo que él era, aún estaban junto a nosotros todos los que, tristemente, se nos fueron yendo. La reivindicación del derecho a mantener despierta y encendida nuestra inocencia no tiene nada que ver con el anclaje a síndromes como el de Peter Pan; la defensa de este derecho es el modo que tenemos los seres humanos de luchar por salvar lo mejor de nuestra esencia. Por eso, cada 6 de enero celebramos que los Reyes Magos existen.

*Diplomada en Magisterio