En un centro médico de Baltimore (EEUU), a un señor de 57 años le han trasplantado el corazón de un cerdo. Es un hito en la historia de la sanidad, pero, ojo, no es hito menor en la particular historia del cerdo, un animal cuyo nombre utilizamos los humanos para desprestigio del contrario y al que los hechos han venido a confirmar como una raza superior. Hay determinados seres vivos a los que precede la mala fama, como las gallinas, el palomo, el buitre o el burro, pero el cerdo se las lleva todas, a pesar de la rentabilidad que las personas sacamos del puerco. Del cerdo se aprovecha todo. También el corazón.

El ser humano es una especie sometida al debate eterno de los contrastes y las contradicciones. Quiero creer que David Bennet, el trabajador de mantenimiento en estado terminal que ha tenido la fortuna de recibir el trasplante (lleva ingresado desde hace seis semanas y su estado le impedía recibir el corazón de otra persona) es un señor normal cuyos parámetros mentales aceptan la vacunación como medio hacia el que lograr la inmunidad en según qué enfermedades. Tampoco me resultaría extraño que cualquier otro beneficiario de un corazón porcino, fuera uno de esos antivacunas de los que no pone objeciones a un buen trasplante de cerdo y el día que le citan para la tercera dosis se la lía a los sanitarios.

El trasplante de órganos de animales a humanos pone en valor a la ciencia y a la medicina tanto como deslegitima el discurso negacionista de los antivacunas. A diario leemos que ha muerto un antivacunas de treinta y tantos que se opuso a ponerse la Pfizer. Dichosos los negacionistas que a día de hoy continúan siendo noticia, señal de que se les sigue haciendo casito, aunque ya les anticipo que cuando dejen de serlo y la sociedad ya no les preste atención, correrán al centro de salud más cercano en busca de la inyección. Puede que para ese día ya sea tarde, pero es el precio que a veces se paga por dar la nota y poner en peligro la vida de los otros. La ciencia sigue.

Somos, decía, una especie de extremos. Lo mismo nos oponemos a recibir la vacuna, que nos jugamos nuestra última carta al corazón de un gorrino; igual presumimos en privado de no probar la carne roja, que lapidamos a un ministro que carga contra las macrogranjas y desliza la teoría de que la carne española es de una calidad discutible si se cría a mansalva. Una especie de extremos, sí, y que nos venimos arriba enseguida, también.

En el parte diario de disparates, en Murcia, una negacionista -ya apartada de sus responsabilidades- estaba al frente del equipo de enfermeras que desarrolla su trabajo en una residencia de mayores, mientras que en las Baleares, el alto tribunal de aquella comunidad ha rechazado que dos niñas de corta edad puedan acudir al colegio sin mascarilla porque así se lo han ordenado los padres. Lo peor es que a pesar del elevado riesgo para la salud colectiva que conllevan hechos como éstos, ya apenas nos escandalizan, aunque a todos quienes portamos un corazón humano nos pide el cuerpo la misma reacción radical.

El paciente de Baltimore sobrevive desde el viernes a la operación. Días antes, bromeó con los médicos sobre cómo sería su vida a partir de entonces, si emitiría gruñidos o acabaría revolcándose en el cieno. Con las debidas reservas, me pregunto si la vida le cambiará al tal Bennet en lo emocional; si sentirá distinto, si sufrirá distinto; si amará u odiará diferente ahora que lleva el corazón de un gocho. Quizá ame más y mejor y odie menos.

Y cuanto más lo pienso, más me acuerdo del párrafo final de Rebelión en la granja, de Orwell, ya saben, aquella novela donde los cerdos tomaban primero el poder sobre los humanos para acabar negociando entre ellos en mitad de una partida de cartas regada de alcohol y ambientada entre vaharadas de cigarros puros. "Los animales asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro".

Gracias a la ciencia y a los avances en la medicina, el histórico trasplante de Baltimore nos acerca a un grado de empatía con otras especies que a veces no logramos con la propia. No habrá paridad completa hasta que no se produzca el hecho recíproco, a saber: que llegue el día en que un ser humano trasplante su corazón a un cochino. Incluso el glorioso final del libro de Orwell acabará quedándose viejo.