Hace casi dos años, algunos gobernantes y responsables públicos decían que lo del coronavirus sería como una gripe. Decían que habría, si acaso, dos o tres contagios, que China nos caía lejos e Italia no tan cerca, y que se podían celebrar manifestaciones, mítines, eventos deportivos y conciertos sin problema alguno. Decían, también, que las mascarillas solo debían usarlas los sanitarios que atendieran a pacientes contagiados por el covid-19 (mientras mandaban a los sanitarios a las trincheras sin el material de protección adecuado), que las FFP2 eran mascarillas insolidarias y egoístas, y que usando las quirúrgicas garantizábamos la seguridad. Decían que había que usar mascarilla en sitios cerrados y abiertos, que era absurdo usarlas en espacios abiertos en los que se guardaran las distancias, y que había que usarlas, de nuevo, en espacios abiertos y cerrados. Fueron diciendo que se habían doblegado una, dos, tres, cuatro, cinco curvas. Y que ya habíamos vencido al virus. Y animaron a la población a disfrutar de las vacaciones de verano y de la nueva normalidad. Pero, poco antes, nos habían dicho también que teníamos que encerrarnos en casa y que solo debíamos salir para cubrir necesidades básicas, y que había que reducir la movilidad en periodos festivos para evitar la dispersión del virus, y que los enfermos y sus contactos tenían que guardar cuarentena o confinarse.

Dijeron, también, que la inmunidad de rebaño nos salvaría, y que cuando alcanzáramos el 70% de población vacunada podríamos respirar tranquilos. Y dijeron que los niños tenían que volver al cole porque no corrían peligro, y, luego, que los niños debían vacunarse. Dijeron que los test no debían comercializarse, y que, aunque se vendieran, no tenía sentido hacérselos sin síntomas, y que no podían hacer nada para solucionar el desabastecimiento y la inflación de precios, y que su precio máximo de venta será de 2,94 euros. Y, ahora, después de todo este sindiós, tras casi dos años de pandemia, se sacan de la manga el horroroso palabro «gripalizar», y nos dicen que hay que tratar al coronavirus como una gripe, que las cuarentenas se reducen, que se harán menos cribados, que se limita el seguimiento, que se suprimen los rastreos, y que se sustituirá la publicación de listados de contagiados por día y localidad por inconcretas estimaciones. Pero no nos dicen, sin embargo, que lo de «gripalizar» es un modo de sacudirse las pulgas, de ocultar la realidad y de intentar que la cifra diaria de contagios no aseste un golpe definitivo a sus carreras políticas. Y tampoco confiesan que están dispuestos a poner a los pies de los caballos a la población de riesgo para salvar su trasero. Ni que las decenas de muertes que se notifican a diario les preocupan menos que el diámetro y la profundidad de sus propios ombligos.

*Diplomado en Magisterio