En la película Esencia de mujer hay una escena memorable que ha quedado para los anales del cine. Al Pacino es un veterano de guerra ciego que está a las puertas del suicidio. En un arrebato de melancolía de sus años mozos se pone a bailar el tango de Gardel Por una cabeza. A pesar de su ceguera, la compenetración con la jovencísima bailarina deja boquiabiertos a los presentes en el salón de baile. Algo así me sucedió con Jaime Ostos muchas veces en el Hotel Huerta Honda de Zafra. 

No voy a entrar en méritos taurinos, porque ni me corresponden ni estoy capacitado para ellos. Lo que sé es que Jaime Ostos, fallecido a los 90 años hace escasas fechas, era un experto bailarín que impresionaba a todos cuando con su mujer, la doctora Grajal, se arrancaba a mover el esqueleto. El maestro de Écija entraba en una suerte de trance. Sus músculos se tensaban. Sus manos se alzaban al aire con gracia, a la vez que las piernas iniciaban coreografías imposibles. Lo que más me sorprendía era su mirada, felina, acechante y sin perder un segundo a su pareja de baile. Aquello no era un baile, aquello era una mezcla de seducción y toreo del bueno. Muy pocos pueden presumir de saber bailar tangos. La pareja Ostos-Grajal era un binomio rítmico único en ese aspecto. 

Pero Jaime Ostos, según relata el maestro Antonio Burgos, era un hombre con un pundonor ciclópeo. Vivió de cerca la época de las ‘mordidas’ de los periodistas adeptos y adictos al régimen de Franco. Se creían intocables, pero Ostos, acostumbrado a cornadas de todo tipo, tuvo el valor de brindarle un toro al escribiente ‘sobrecogedor’: «Tengo el gusto de brindarle la muerte de este toro al trincón más grande y más sinvergüenza que hubo jamás en la crítica taurina. Si quiere usted dinero de los toreros, póngase el vestido, juéguese la vida delante de toro y deje de robarnos». Sin duda, era un valiente. De otro planeta. Del planeta Toros.