Solo el bien tiene profundidad, son palabras prestadas de Hannah Arendt en una carta escrita en 1964 y dirigida a GershomScholem. El bien, ese magma tan escaso, parece que de nuevo recula ante los tambores de guerra que rugen desde las entrañas de la tierra. 

¿Nos asustan en verdad estas guerras con mayúsculas, donde líderes políticos se creen dioses gobernando sobre desvalidos ángeles y almas a los que liberar de otros dioses enfurecidos?

Parece como si a ninguno de los gobernantes actuales les haya dado por leer con santa paciencia las Analectas de Confucio; unas enseñanzas más que recomendables para perderse allí descalzos y sin la armadura del prejuicio. Analectas… los soportes del vivir. 

No es de extrañar que los políticos huyan de reflexiones semejantes porque no soportarían verse reflejados en el espejo de sabiduría en el que Confucio dejó escrito, entre muchos y brillantes razonamientos, este soberbio dictamen «quien gobierna a un pueblo dando buen ejemplo se parece a la estrella polar, que permanece inmutable mientras todos los astros menores dan vueltas a su alrededor». 

¿Alguien ve en el mapa de las naciones, entre la madeja pretenciosa de egos y fronteras alguna estrella polar? Estamos desamparados, viajamos de la mano de cicerones acostumbrados a la oscuridad de las catacumbas, preceptores de la noche que se excitan con la jactancia y altivez de Hamlet cuando proclamaba aquello de «podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me tendría por el rey del espacio infinito». 

Sin humanismo viviremos rozando la desazón, envueltos en una sucesión de guerras mayúsculas que nos obligarán a vivir con el corazón metido en el puño del Putin de turno. La paz requiere que vivamos de forma amigable, si no entendemos esto no habrá arte político que valga para frenar la devastación, sea ésta ahora o dentro de unos años, porque a nadie se le escapa que la codicia y afán por poseer nuevos territorios es inherente a la arquitectura biológica del ser humano.

Sería bueno apelar a la diosa de la Necesidad. Necesidad de elocuencia y sentido de estado pues estos políticos que embridan nuestras vidas me parecen Moiras más que eficaces gestores.

"¿Alguien ve en el mapa de las naciones, entre la madeja pretenciosa de egos y fronteras alguna estrella polar?"

Alguien dijo una vez que el mal es como un tiburón, constante en su hambre, persistente en su avance e implacable en su búsqueda de presas desprevenidas; algo similar a lo que pasa con ciertos políticos depredadores a los que, si bien la diplomacia consigue disuadirles a la hora de lanzarse sobre una presa, acabará por atacar a otra.

Un McMundo feliz parece imposible de alcanzar, ni un McSueño así sea del tamaño de una hamburguesa. Vivimos rodeados de McMentiras y McGuerras en este McMundo de McDesigualdades, fenómeno acuñado por Barber. 

Algo va mal y somos nosotros. Olvidamos las guerras minúsculas en un parpadeo, el tiempo que tardamos en abrir una lata de cerveza y las guerras mayúsculas en dos, el tiempo que tardamos en abrir y bebernos la cerveza. La banalidad ha cobrado notoriedad… Mientras la muerte suceda allá lejos…

La tecnología nos ha dado una perspectiva distorsionada de las cosas al otorgar a los acontecimientos una distancia casi de ciencia ficción a la vez que una inmediatez ilusoria, es una especie de onda expansiva de indiferencia e inmunidad. Inmunidad en el sentido de dureza, insensibilidad, como si en el mismo centro del corazón tuviéramos una piedra, una rugosidad de ánimo que nos impide llorar por los acontecimientos. No hay tiempo, es un no parar de guerras grandes y pequeñas. ¿A cuál de ellas atender? 

No estaría de más recordar aquí que la Primera Guerra Mundial fue llamada ingenuamente «la guerra para poner fin a todas las guerras» y ya vemos el resultado. Así que, llegados a este punto, convendría apelar a la fórmula confrontadora que usaron Cicerón en Roma y John Stuart Mill en Inglaterra, es decir, buscar verdades que nos unan y no medias verdades que nos separen.

* Periodista