Al poco de escribir mis primeros relatos cortos tuve la suerte de asistir a una tertulia literaria en el hotel Alcántara, en Cáceres, donde conocí a Julián Rodríguez, Agustín Villar, Liborio Barrera, José Antonio Llera...y posteriormente traté a gente como Miguel Ángel Lama, Antonio y Luis Sáez Delgado o Pilar Galán. 

"Son una legión los que opinan que escribir faltas de ortografía no lo resta valor a su obra literaria"

Al principio, yo no hablaba, me limitaba a aprender en silencio. Fui un privilegiado al rodearme de personas tan preparadas que lo mismo disertaban de poesía, narrativa, filosofía o ensayo, o improvisaban debates sobre corrientes, autores, libros o revistas. Su mundo giraba, en cierto modo, en torno a la lectura. 

Esa compañía tan ilustrada supuso un estímulo en mis inicios como escritor. Eran y son personas muy leídas a quienes conviene escuchar y leer. Y así pensé yo que debían ser los primeros pasos de un escritor: a golpe de lectura y, por qué no decirlo, de constante aprendizaje. 

Pero ese modelo de escritor embrionario que se nutre de sus mayores, ay, ha saltado por los aires. Muchos de los miembros de la nueva hornada de autores de hoy comparten una sospechosa característica: leen muy poco o, directamente, no leen. 

Es más, son legión –basta darse una vuelta por ciertos foros de internet– los que opinan, muy exaltados, que escribir faltas de ortografía no le resta valor a su obra literaria, pues lo importante es lo que proyectan en el lector (imaginemos lo que puede proyectar en un lector avezado tener que sortear numerosos errores gramaticales en un sola página). 

A muchos nuevos escritores les preocupa más su proyección personal que la literatura en sí. Lo diré: para estas personas la literatura comienza y termina en su obra, hasta el punto de que leer libros ajenos les resulta una pérdida de tiempo. 

La democratización del acceso a la edición nos ha traído a excelentes escritores, pero tristemente también un abaratamiento de la sufrida literatura.