Siempre hay una guerra que termina con otras guerras; una acción que pone fin al viejo estado en ruinas. Y, a veces sucede que, mientras todo se cae para su inmediata reconstrucción, la urgencia está en otro lugar, naciendo dos calles más arriba o más abajo… y también sucede que quien dice urgencia, dice lo contrario, dice calma, dice quietud, reposo, respiro y despreocupación. 

Siempre habrá una guerra que solape a otra. Los libros están llenos de ellas. Guerras con sus virulencias, sus carniceros e ideólogos y guerras con sus innumerables víctimas. Guerras entre hermanos, entre pueblos vecinos, guerras por un pasillo al mar o más pegotes de petróleo. Guerras sobre senderos luminosos casi disueltas en los vapores de selvas herbosas y mullidas. 

Todo el tiempo el mundo asiste al triste espectáculo de una guerra por muy lejos que esté de nuestra casa soleada. Guerras que se contemplan desde un saloncito literario donde se hojean los libros que acaban de llegar y que liberan a sus genios, bellos espíritus que anidan con su camisa planchada entre los renglones.

Las grandes depresiones económicas, estafas y guerras mundiales nos han acompañado a lo largo del camino, pero debajo de todo eso, como un anuncio de la primavera, habita el refrescante viento de un tiempo nuevo, de las vanguardias. Porque nada hay más cierto que cuando algo se derrumba, ha de renacer algo nuevo una y otra vez.

Una y otra vez. Y otra vez.

El agotamiento no se acaba, tampoco la fortaleza y el entusiasmo. Antagonismos que se encadenan y necesitan, así como en la lejanía vemos al atardecer esas montañas entrelazadas que suavizan su caída en aterciopelados valles… Una y otra vez, ilimitadamente, renovando ondulaciones de manera incalculable.

Luego están la vejez, el abandono, la soledad, el desamparo, la enfermedad con todos los matices de la tristeza que abriga, las emociones contenidas… momentos muy concretos y dolorosos que tejen el chal de cada día igual que Penélope tejía su paciencia frente al mar.

¡Y qué decir de la comunicación, las palabras, el lenguaje, el grito, el asedio del silencio! Las obsesiones, las torceduras, los apegos, las relaciones infectas, los verbos dulces, los amargos. Las cosas sentidas. Las noches azul marino en la ventana con el vaso de leche caliente y la cucharadita de miel. ¿Podrá eso curar las infecciones del alma?

La pobreza laboral, el maltrato, el rencor con sus cuchillos apuntando al corazón, las bofetadas, el acoso y el abuso… Son incontables las guerras que enfrentamos a diario, todas ellas adobadas con el perejil viscoso del ego.

"¿Dónde quedan las luminosas lealtades? ¿Y la gratitud, ese terrón de azúcar que hemos sustituido por la sacarina del cariño?"

¿Dónde quedan las luminosas lealtades? ¿Y la gratitud, ese terrón de azúcar que hemos sustituido por la sacarina del cariño?

Esta sociedad de la eficiencia, la productividad y el talento, de los filtros y el bótox ha enfermado de remate. Si a las manadas y los depredadores les sumamos los adolescentes asesinos o con impulsos terribles que los llevan a ir al colegio con armas blancas en la mochila en vez de caja de lápices de colores, va a resultar que el mundo que hemos creado es una pompa de jabón, ilusoria pero demasiado frágil, una especie de esplendor cegador.

Tan frágil, que nos rompemos antes de llegar al suelo; y ese antes, lo constituyen golpecitos míseros del tamaño del desencanto, la traición, el deshonor, la vacuidad, el orgullo hilarante del que se reviste el egocentrismo, la mentira. Una y otra vez. Y otra. 

La mentira se merece un tratado filosófico. Una acotación en la conferencia sobre los tentáculos del mal. La mentira sabe que tiene al gobernador preso por la parte más débil. Sabe que al político le harán falta buenas dosis de mentira llegado el momento y así entre promesa y promesa, entre insidias y enjuagues va trepando sinuosamente por sus brazos, le endulza, le seduce y finalmente le secuestra. 

Eh, vosotros políticos ¿os habéis planteado alguna vez la felicidad suprema de la verdad? 

* Periodista