Miles de kilómetros lejos de nuestro bienestar hay un niño en la calle, se agarra al vestido de la madre, al pantalón de su padre, interpreta desde la estatura que le da su edad el agobio que los mayores muestran mientras recogen lo que quizá necesiten en la noche oscura de la huida.

Es la guerra. Un tanque es un objeto cuya dimensión parece la de un elefante desmandado, corriendo con la autoridad de los brutos hacia el punto de mira que hace más efectivos los disparos. El sonido de los aviones (decíamos: “de propulsión a chorro”) resaltan el origen del miedo, pues el ruido es síntoma de que algo se ha deshecho, el peligro avisa de esa manera, un estampido de cristales rotos. La palabra paz se va descosiendo y el sabor amargo que la vida depara a las victimas de esta persecución es ya todo el sabor, el único sabor que llena la boca. Hasta las palabras, el pan incluso, el agua que sale de los chorros nerviosos, se contagian del estupor humano, del llanto nervioso de ese niño que se agarra al vestido de la madre.

Un tanque es un objeto cuya dimensión parece la de un elefante desmandado

En el llanto de los niños siempre hay un desgarro que es la metáfora que intentan contener los mayores. Se ha declarado la guerra. Nadie dice eso, se limitan a recoger enseres, cacharros que dormían el sueño de la paz, mascarillas que se guardaron por si caso, ropas de abrigo que se habían arrinconado para que algún sirvieran contra otras tempestades, y ahora todo es tempestad. Un hombre solo, parapetado tras una mesa enorme que parece el ataúd blanco donde guarda sus balas, ha dado la orden y de pronto es la guerra.

Hasta entonces la batalla ha sido de palabras, promesas, interrupciones leves de la razón, pero ahora es un estampido en el cielo de la boca de un niño. Nada puede detener la mano de ese hombre que aprieta el botón de su real gana, mientras en algún lugar, a nuestro lado incluso, en nuestro país o en nuestro barrio, alguien mira con escepticismo el dolor ajeno e interpreta lo que pasa como si fuera una jugada de ajedrez, cuando lo que es evidente es que la guerra es contra todos nosotros.

Por decir nombres propios nobles, imaginemos a aquel poeta, Antonio Machado, recorriendo con su madre, ya en el suspiro final, un desfiladero que tiene otro fin que el desespero, abandonando su tierra por las estribaciones de los Pirineos hasta llegar a un lugar concreto del mundo donde en seguida sería visitado por la mano de la muerte, imaginemos el silencio, e imaginemos los campos de concentración que siguieron, hasta 1945, recibiendo el estupor de los que murieron a causa del gas que otro botón maldito, bendecido por la maldad, impulsó desde otro palacio en el que también había una mesa informe desde la que se ensaya el gesto ruin de mandar a matar.

La guerra es contra todos nosotros, contra los niños, contra los adolescentes, contra los que dudan entre decir sí o no a la guerra también es la guerra, una marca ruin que la humanidad se hace para comprobar que no somos sino carne de maldad.